Las hijas rebeldes del río Combeima

libardo Vargas Celemin

Muchas de mis pesadillas están ligadas al recuerdo dramático de las avalanchas del río Combeima y sus afluentes. A mis cuatro años de edad me enfrenté al recorrido turbulento de las aguas de “La Cristalina” que, como en el poema de Álvaro Mutis fue “un vasto desorden de aguas”, que gritó, “hasta el alba su vocerío vegetal”.

Después presencie el dantesco espectáculo de la mañana del 30 de junio del 59, precedido de ruidos, como si la tierra estuviera cantando una melodía macabra. Esa mañana, al caminar por la orilla, otrora diáfana, fuimos detenidos por los mayores para evitarnos pesadillas el resto de la vida, pero no pudieron impedir que viéramos las decenas de cadáveres, a la orilla de la carretera, cubiertos con una sábana y acompañados de la llama de unos cirios titilantes.

Años después tuve noticias de las pérdidas humanas, económicas y culturales causados por avalanchas del “El salto”, “La plata”, “Quebrada seca” y demás nacimientos de agua de aparente insignificancia que, cíclicamente por junio o julio, se lanzan desde las alturas por las precipitaciones que saturan sus márgenes y por la deforestación a que la someten muchos de sus habitantes.

Este domingo, cuando comenzábamos a digerir las mieles del triunfo del vino tinto y oro, la lluvia se precipitó con violencia. Observé el flujo de agua sobre la calle. Llevaba lo de siempre, un pequeño tronco abandonado en la acera de alguna casa, una hoja blanca jugando a ser barquito de papel y una pequeña rama imitando piruetas circenses. Me tranquilicé y decidí acostarme a soñar con la segunda estrella, pero unos gritos aterrorizados nos pusieron a todos de pie. Venían de la parte alta del caserío en Llanitos y cuando abrimos la cortina nos encontramos con un monstruo que arrastraba enormes árboles y pesadas piedras. Otra vez en junio, La Cristalina enlodaba su nombre.

La cuenca del Combeima es una de las más estudiadas en el país, cada arroyo cuenta con un diagnóstico: las autoridades ambientales y administrativas desarrollan proyectos para mitigar los riesgos, pero cuando llega junio, los titulares de los medios hablan del desastre y evidencian el fracaso de estas políticas. Tal vez necesitemos, más que diagnósticos, la imaginación colectiva para escuchar el fluir de cada riachuelo, cada corriente, visitar permanentemente las cuencas y dialogar con sus orillas, recrearnos en el paisaje, organizar a los campesinos para que sean vigías de este tesoro; sembrar en la mente de los niños el valor de cada gota; educar a los habitantes y turistas del cañón para que usen racionalmente este recurso y no invadan las rutas por donde mana la vida de la ciudad.

Solo así las hijas del Combeima bajarán dócilmente y abandonarán nuestras pesadillas.

lcelemin2@gmail.com

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