La iglesia debería acompañar reconciliación nacional

Alejo Vargas Velásquez

Las conversaciones entre el Gobierno nacional y las Farc entraron en una fase que podríamos calificar como de irreversibilidad, es decir, con la firma del acuerdo sobre Víctimas las posibilidades de terminar la construcción del final del conflicto armado es cada vez más cierta y próxima, pero ello igualmente nos coloca ante los desafíos del período de pos-acuerdos o de posconflicto y especialmente el reto de consolidar la paz, que transita por la reconciliación entre los colombianos.

Vamos a enfrentar unos desafíos tan o más grandes que la propia construcción de los acuerdos. Y no es la refrendación, sea el camino del plebiscito u otro, porque eso es relativamente fácil ganarlo, es el de la reconciliación de la familia colombiana. Para esta tarea colectiva va a ser fundamental la presencia, acompañamiento y orientación de una institución de gran credibilidad social como lo es la Iglesia Católica -por supuesto sin desconocer el apoyo invaluable que pueden aportar y han aportado otras iglesias-, tal y como lo que hicieron Monseñor Tutu en Suráfrica, o los padres jesuitas y Monseñor Romero en El Salvador, o en el caso filipino.

No es solo un problema de creyentes -que por supuesto a quienes lo son les alegrará y entusiasmará-, es un problema de liderazgo ético fundamental que necesita la sociedad para transitar ese período tan complejo, en que se comienza a andar el camino de pasar de una situación de odios, en algunos casos derivados de los propios hechos de violencias del conflicto armado, en otros, construidos de manera sistemática, recordemos el caso reciente de expresión de odio de un joven policía contra el senador Antonio Navarro, -y todo ello influido por una tradición cultural de intolerancia heredada desde los períodos de las violencias entre liberales y conservadores-, a otra de respeto entre todos, reconociendo las diferencias de opiniones, de expectativas de futuro, de proyectos de sociedad; pero de eso se trata en ese lapso de transición, cómo ir desvaneciendo la figura del ‘enemigo’ y cambiándola por la de ‘adversario’.

Esto es mucho más fácil decirlo que hacerlo, por ello se requiere de liderazgos con credibilidad social. Líderes religiosos como el arzobispo de Tunja monseñor Castro, o el arzobispo de Cali monseñor Monsalve, o los obispos de Barrancabermeja, Tibú, Quibdó y Tumaco, o sacerdotes como Francisco de Roux o Darío Echeverry, por mencionar algunos, lo vienen haciendo, pero necesitamos a líderes como el cardenal Rubén Salazar, los demás arzobispos, obispos y sacerdotes encabezando esa gran campaña nacional por la reconciliación nacional.

El desafío de la reconciliación nacional va a ser muy complejo y difícil; especialmente porque en muchos campos de la vida nacional, hay opiniones que estimulan sentimientos opuestos, en ocasiones mimetizados con solicitudes de justicia, que a veces se parecen a retaliación y no a la necesaria sanción que una sociedad debe imponer a todos los que en un período excepcional, como el de un conflicto armado tan prolongado, incurrieron en crímenes de diversa naturaleza: secuestrados o extorsionados por guerrillas o paramilitares, desaparecidos por miembros de la Fuerza Pública, homicidios en ciudadanos inocentes –lo que hemos conocido como ‘falsos positivos’-, desplazamiento forzado y violencia sexual por parte de todos los actores del conflicto, torturas y detenciones arbitrarias, fomento y financiación de grupos paramilitares, para mencionar sólo algunas de las conductas delictivas. Un período en que sucede eso en una sociedad no es un período normal, es una situación excepcional que requiere salidas excepcionales. Claro, esto se facilita y posibilita, si en los grupos guerrilleros y en los demás actores de conductas condenables, hay la decisión y voluntad sincera de reconocer sus faltas y de contribuir a la reconciliación nacional. 

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