El pecado del desperdicio

Polidoro Villa Hernández

Patético ver a un indigente que sentado al lado de las canecas de basura de un restaurante, engulle nervioso abundantes sobras en tres recipientes de icopor que, aunque usted no lo crea, no son entrada, plato principal y postre. Un marciano pensaría que la comida superabunda en este planeta. La verdad, es que lo abundante son los pobres y mucha la comida que se desperdicia.

Somos un continente de tierras fértiles, y aunque nos cause agonía los conflictos que nefastos liderazgos agencian para amargarnos la existencia, al menos no tenemos devastadoras plagas de langostas, inundaciones bíblicas, o sequías de años que provoquen crisis alimentarias que matan millones, como sí es recurrente en países africanos. La cuestión es que entre eructo e indigestión de quienes disponen de mucha comida, mueren en el planeta cada año más de 10 millones de seres, muchos niños, a causa de la desnutrición y de enfermedades causadas por el hambre.

Lo cruel de la condición humana es que mientras millones tienen apetito, pero no tienen comida, en países ricos se arman repugnantes competencias de comedores profesionales: ¡110 perros calientes en 12 minutos; ¡56 hamburguesas en ocho minutos!, comida chatarra que ganadores y perdedores, después del certamen, regurgitan sin remordimientos en un tarro de basura.

Pero eso es apenas anecdótico, el desperdicio mundial es colosal: Se estima que los alimentos que se desperdician anualmente en América Latina podrían alimentar a 300 millones de personas; los de Europa, 200 millones; lo que se desecha en África: 300 millones. Las pérdidas son de tal magnitud, que van a la basura un 30 % de los cereales; entre un 40 y 50 % de raíces, frutas y hortalizas; un 20 % frutos oleaginosos, carne y productos lácteos (incluida la leche derramada en Boyacá por productores furibundos); y un 30 % del pescado.

En la cadena de cultivo, recolección, transporte, almacenamiento y transformación, se acumulan estos porcentajes de pérdida que, al final, los paga el ama de casa. Esto significa precios altos por malas prácticas de manejo y deficiencias en los procesos, que sumados a la especulación de quienes esconden los cereales para manipular precios, dificulta que la gente de salario mínimo tenga acceso a los alimentos y hace que sus hijos crezcan malnutridos o aguanten física hambre.

El desperdicio sube los precios. Hay un gran espacio para que el Estado intervenga y las universidades formen profesionales que se articulen a los procesos de producción agrícola y agroindustrial para minimizar el desperdicio y lograr una mayor oferta de alimentos a precios razonables.

Los cambios climáticos no garantizan abundancia eterna. Evitemos llegar a la situación de una aldea africana, dónde un periodista preguntó al famélico jefe de hogar: “¿Dígame Kibo, cuáles son las causas del hambre en este pueblo?”. La respuesta abofeteo: “¡Nada que comer¡”

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