Paraíso perdido

Polidoro Villa Hernández

Aunque sea ‘como un saludo a la bandera’, según dicen cuando algo se vuelve repetitivo e intrascendente, recordemos que hoy se celebra el Día Internacional de los Pueblos Indígenas. Reflexionemos: indígenas son esas mujeres y niños carisucios, menesterosos, de piel cetrina, que imploran monedas en la calle explotados por algún vividor.

Indios o salvajes, como les suelen decir de manera despectiva, fueron alguna vez amos y señores del continente que vivían en armonía con la naturaleza, y que aún con todas las severas vicisitudes de su organización social, eran más sabios y felices que cualquier Donald Trump.

En febrero, El Tiempo reprodujo una noticia de hace 100 años cuyo título, ‘Civilizan a los Salvajes’, destacaba como “laudable” la labor civilizadora de un ¡general! Porque: “Todo gobierno progresista debe preocuparse por convertir a esos seres desventurados esclavos de la ignorancia (¿?) y de la ferocidad en ciudadanos dignos y útiles servidores de la patria.” ¿Cómo esclavos de caucheros, ó sirvientas en las ciudades?

Por algo en Ecuador, el buen Papa Francisco pidió humildemente perdón por las ofensas de la propia Iglesia y por el sufrimiento, injusticias y crímenes contra los pueblos aborígenes durante la conquista de América, cuyos derechos humanos fundamentales fueron pisoteados.

Devastar la cultura y vida de los indios fue fácil: se les arrebató su inocencia cuando los vistieron, se les entregó el hacha que sacrificó la deidad sagrada de la selva, y se les donó viruela, sarampión, tifus y gripa que diezmaron naciones enteras y permitió a los indígenas atisbar al infierno europeo. El resto lo hizo espada y evangelización, cuyo móvil visible o soterrado siempre fue el oro y las tierras.

Además de remordimientos de conciencia, si es que los hubo, tras la destructiva y fallida búsqueda de El Dorado sólo quedaron vestigios y ruinas de una admirable diversidad cultural. Perdimos su arte y poesía, canciones y leyendas, modo de vida y sistemas de trabajo, sus creencias que respetaban los seres vivos y la madre naturaleza; e ignoramos la riqueza lingüística de 600 idiomas.

La forzada aculturación, con la codicia como propósito, impidió que se conociera y rescatara el acervo de su prodigiosa medicina natural -que otros avispados después se llevaron para devolvérnosla en unos envases costosos-; se perdió el acceso a recursos genéticos de productos agrícolas -en épocas precolombinas existían más de 70 variedades de maíz, hoy vamos hacia una sola variedad transgénica patentada, con muchos interrogantes. Como gran cosa, redescubrimos la quinua y la kiwicha.

Irónicamente, para los indígenas sobrevivientes cuyos antecesores veneraban el bosque, existen hoy programas que les enseñan a adaptarse a las perturbaciones climáticas y daños causados por “la civilización”.

Por todo, resulta despiadada la propuesta de una aristócrata senadora -de seguro descendiente de Fernando II de Aragón e Isabel la Católica-, de levantar una muralla para dividir un departamento y separar los indios de los blancos. ¡Mestizos amnésicos! Deberían era desocupar todo y devolver la tierra a sus legítimos dueños.

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