Las horas perdidas

Polidoro Villa Hernández

El tiempo perdido los santos lo lloran, advertían redundantes los abuelos. Nunca dijeron el por qué de ese llanto sagrado, que hoy sería un mar de lágrimas si vieran tantos ociosos a quienes la estimulante palabra productividad no les exorciza la flojera.

Cuando comenzaron a aparecer expertos en ‘productividad’ para adiestrar la burocracia en métodos de trabajo que incrementaran la eficiencia, la principal falla que achacaban a las servidoras públicas era que se maquillaban y retocaban en horas de trabajo mientras ciudadanos urgidos esperaban resignados. Cosas del pasado. Ya ni L’Oréal, ni Vogue, hacen perder tiempo. Las estadísticas señalan la adicción a la tecnología como la principal forma de perder el tiempo de los oficinistas, sea dando likes, alimentando Angry Birds, cazando Pokemones, en jueguitos pueriles de veinte niveles, haciendo tareas de la ‘U’, armando perfiles falsos en Facebook, o embelesados por la acrobática pornografía.

Según sesudos análisis, el empleado que llega agotado a su casa “por tanto trabajo”, ha perdido al menos dos horas de las ocho de su jornada laboral -sin contar lo empleado en tomar tinto y medias nueves-, utilizando Internet en sus asuntos, reenviando WhatsApp, tuitiando, bajando películas, promoviendo cadenas de plegarias, en diligencias personales, en coqueteos a compañeras, yendo al baño siete veces, y programando, desde el lunes, las pilatunas del viernes.

Las entretenciones son muchas. Y estudiosos del tema con máster y doctorado -los ciberadictos dicen que son críticos abstemios y misóginos- concluyen que por eso las potencias industriales nos lleven una ventaja de 107 años en tecnología: allá hacen ciencia, investigan, trabajan duro y producen modernos distractores y, nosotros, los pagamos caros y nos volvemos consumidores compulsivos, zombis de esos avances.

Cuando los analistas de recursos humanos indagan por qué los holgazanes malgastan tanto tiempo remunerado, las respuestas pasman: “Yo hago ‘todo’ mi trabajo temprano para poder dedicarme a ‘esto’”; “Es que los compañeros me distraen mucho”; “Es que después del trabajo no me queda tiempo ‘para esto’”; “En la hora de almuerzo consumo comida rápida para ganar tiempo y conectarme.”

Algunas disculpas son subversivas: “Es que con la miseria que me pagan, ¡qué más quieren que haga!”. Con esta creciente adición a las redes sociales y a sus contenidos ‘virales’, retoma vigencia el viejo lamento: ‘Se pasó el día… y no hicimos nada’.

En el pasado, se veía en los escritorios pequeñas imágenes sagradas a las cuáles creyentes oficinistas dedicaban breves momentos de oración en una actitud contemplativa. La idolatría es ahora para los gadgets o dispositivos tecnológicos.

Tan avasalladora es la penetración de las redes sociales en la vida de los jóvenes, y tanta su credibilidad, que la palabra virus suscita más temor tecnológico que biológico, aunque cuentan que muchas mujeres cibernautas han resultado embarazadas con ‘virus’ de galanes que conocieron en Facebook.

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