Si nos dejan

Polidoro Villa Hernández

Advertía un escéptico, sabedor de la naturaleza belicosa y ávida del elemento humano, que “Paz es el período de trampas entre dos guerras”. Ojalá, en lo que respecta a Colombia, eso no se dé, aunque los hechos demuestren que esa ha sido nuestra constante histórica. Pero este alivio que produce los acuerdos para el cese del conflicto -tan urgentes, pero tan imperfectos como quienes los suscribieron-, permite comenzar a soñar en cómo trabajar para que la tregua sea eterna, tanto, como el descanso de las 300 mil víctimas que cobró la guerra.

¿Cómo sacralizar ¡22 billones de pesos!, estimación anual del costo de esta desventura nacional? Seguro, encauzando bien las muchas virtudes del colombiano: su capacidad de sobrevivir y sonreír en medio de circunstancias traumáticas; su talante recursivo; la fortaleza secular para soportar malos ‘líderes’, y seguir eligiéndolos; su inteligencia natural, que, para bien y para mal, los destaca en el mundo. Eliminada la palabra guerra del lenguaje cotidiano, llega la oportunidad de construir una mejor nación. Hasta con algunos de la actual dirigencia.

Qué alentador sería comprobar que los legisladores toman conciencia que sus decisiones, que se esperan éticas, influyen en el bienestar ó infortunio de las familias; ver que recuperan la confianza de sus electores, que admiten, por fin, que con el voto los colombianos les entregan sus sueños y esperanzas para hacerlos realidad y no para verlas hecho trizas. Que aceptan que cuando se corrompen los de arriba, el efecto demostrativo hace que se infecte toda la pirámide social. Edificante sería verlos acudir a academias de reeducación y sensibilización social creadas para políticos viejos y noveles.

Es saludable soñar que aligerado el presupuesto nacional del gravoso rubro bélico, en lugar de más cárceles, anfiteatros, cementerios, cuarteles y armas, puede invertirse en educación con las nuevas tecnologías, en academias de música, danza, artes plásticas que incorporen las modernas tendencias académicas y estéticas. Y también guarderías, centros de salud, de investigación, bibliotecas, teatros; en incentivos para retener talentos que emigran sin oportunidades. Hacer un país donde todo niño tenga su oportunidad.

Qué glorioso será percibir que los tres poderes del Estado recuperan el respeto de la sociedad, su dignidad e independencia, y que la buena administración pública espanta la corrupción. Crecerían los niveles de confianza entre los ciudadanos, base de la buena convivencia y propiciaría que la vida fluyera grata.

Y ojalá lleguen guías que, sin dogmas ni anatemas, nos muestren el camino de la espiritualidad que enseña que es mejor ‘ser’ que ‘tener’, lo que conduce al respeto por la naturaleza y la consideración al prójimo.

Busquemos el baile, la risa y el canto, para sacudirnos del horror pasado. Y, si los políticos renuncian a tener al país como un botín, todos los colombianos, como en la ranchera: “Nos vamos a querer toda la vida…”.

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