Réquiem por un gozón

Polidoro Villa Hernández

Hace rato que la muerte de un personaje no suscitaba tan encontrados comentarios como el paso, en este caso a peor vida, del hedonista Hugh Hefner, fundador y gozador insomne del imperio de conejitas Playboy. “El único panadero que nunca se hartó de consumir su propio producto”, eufemismo que le dedicó resentida una puritana dama cuyo marido, abogado ibaguereño ya fallecido, tuvo la colección más completa de la revista ‘Playboy’. Siempre bajo llave.

Serios intelectuales que usualmente cavilan sobre doctrinas holísticas y epistemológicas, se han ensañado con el finado regalón y lo sepultaron bajo epítetos como: pornógrafo, explotador de féminas, sexista de vida ociosa y promiscua. Pero otros, menos gazmoños, y seguro admiradores de las exuberantes rubias o morenas -descalzas hasta el cuello- que mostraban las páginas centrales de la publicación, lo alaban como precursor de una revolución erótica, liberador de oscuras represiones sexuales, dador de sensaciones y deleites basados en la belleza del cuerpo femenino.

Las enconadas críticas post mortem a este Casanova moderno develan la doble moral que en general aqueja al ser humano: injusticias y masacres, noticia de cada día, se olvidan fácil y muchos exigen imágenes y detalles de la sevicia con que asesinan a prójimos lejanos. Y nadie se trastorna. Pero un cuerpo humano desnudo sí escandaliza espíritus mojigatos en un mundo en que los estudiantes memorizan páginas web de pornografía antes que aprender las Obras de Misericordia.

En las charlas de café, a veteranos cercanos a la deserción amatoria los emociona de este tema farandulero saber del modus vivendi del afortunado patrón de las conejitas: fastuosas mansiones, piscinas exóticas, fiestas desordenadas, sofisticación; el glamour y el lujo. Y de la cama super ‘king size’ donde él retozaba con las cinco ‘novias’ de turno. Al final del día, mengua la envidia y los jubilados retornan a sus casas y son felices con un chocolate caliente con bizcochos de achira.

Seguro que los tanatólogos que embalsamaron al playboy no pudieron borrarle su sonrisa, entre traviesa y maliciosa, de quien ha pasado tantas noches buenas. Se dice que murió sordo como una tapia. Pudo ser por el exceso de suspiros de sus conejitas, o una estrategia para evitar oír sus caprichosas peticiones de compras.

Al ‘Abuelo de la revolución sexual’, como se autodenominó, no puede tacharse de pervertido, cuando sí hay tantos pervertidos disfrazados de santos. Lo que armó fue un negocio imaginativo y varias generaciones fueron consumidoras ávidas de su oferta gráfica de desnudos. Algún procaz suscriptor confesó alguna vez que con ‘Playboy’ se había entrenado para leer revistas con una sola mano.

Seguramente, como todo ser humano, durante su vida Hugh Hefner tuvo motivos para llorar, pero a diferencia del resto de los mortales, él siempre dispuso de mórbidos y surtidos pechos para reclinarse y hacerlo placenteramente. Debe estar feliz jugueteando con las once mil vírgenes, que ya no corren peligro.

Comentarios