De discursos e invectivas

Polidoro Villa Hernández

Vasta la erudición de quienes escriben discursos para políticos ávidos de grandeza. Son intelectuales anónimos que reciben ideas vagas, (¿en ‘bruto’?) que suministran como materia prima ignaros barones y caciques, y ellos, como orfebres, engarzan palabras, mensajes, ideas sugestivas, emociones, sentimientos y conocimientos, y las pulen hasta dejarlas como joyas retóricas que encandilan y convencen al populacho de seguir al orador hasta el despeñadero, de ser necesario. Podría apostarse que serían mejores gobernantes los hacedores de discursos, que quienes engañan crédulos en la plaza pública con esos florilegios.

Insólito país éste en dónde la arenga populista es sinónimo de sabiduría y hay ‘Fábricas de Discursos’ inscritas en cámaras de comercio. ¡Es justo que la inspiración tenga también un precio! Pero un licenciado en historia que trajina en acicalar la incultura de buscones del poder, dice que este oficio se extingue: “Los politiqueros, antaño grandes consumidores del servicio, utilizan hace tiempo ‘ideas-fuerza’ que inyectan sin mucha retórica a sus votantes en épocas electorales. Solo repiten problemas y necesidades del pueblo, prometidas y nunca cumplidas. Es decir, tienen discurso para diez futuras generaciones.”

Superada la jocosa idea del candidato que prometió prohibir se construyeran calles cuesta arriba, ya que si todas eran en bajada se ahorraría combustible, en bocas promeseras de campaña se volvieron también burlescos lugares comunes los anhelos de la gente: combatir la pobreza; salud integral, educación de alta calidad, servicios básicos para todos; agua en vez de oro; cárcel para los corruptos; mano dura contra la criminalidad; cero impuestos regresivos; ninguna tolerancia al narcotráfico; reducción de la burocracia; pleno empleo; protección del medio ambiente; que ningún niño muera de hambre; una nueva (¿?) política; justicia social y equidad, etc., etc.

Así, asusta la visión de modernos pesimistas ilustrados que aconsejan abandonemos la ingenua creencia de que las religiones o la política nos sacarán de penas. Las primeras porque se politizaron y en lugar de dar viven a costillas de creyentes necesitados. Hoy, hasta los venerados Gurús de la India, antes de burdas túnicas y toscas sandalias que predicaban desapego a lo terrenal, ahora son de los más ricos del mundo; y, la segunda, porque se convirtió en un negocio personal que explota sin piedad a los votantes.

Tenemos nuevo gobernante y añejas expectativas. Hay que darle un compás de espera a ver si corrige el rumbo del país. Creamos que será un período de unión como lo proclamó en su discurso de posesión. Aunque también allí hubo otra perorata, no escrita por un profesional, sino elaborada como las antiguas pociones maléficas: hiel de basilisco, veneno de cascabel y pelos del diablo.

Que el buen juicio lo guíe. O, si no, sólo nos quedará la música del padre Chucho, los rapapolvos del predicador Lineros y la advertencia del fundador de Pakistán: “Esperar lo mejor, prepararse para lo peor”.

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