¿Exceso de sabiduria?

Polidoro Villa Hernández

Las estadísticas –que sirven hasta para decir la verdad- alborotaron por estos días a los demógrafos, que develaron algo de lo cual se sospechaba hace rato: existe una excesiva y peligrosa acumulación de sabiduría en el ambiente. Es decir, cada día hay más viejos. Sin censos, una prueba empírica lo demuestra: en la calle han disminuido los vendedores de algodón de azúcar y proliferan los proveedores de bastones que importunan con su oferta a veteranos vivarachos que recién comienzan a arrastrar los pies. ¡Insolentes!

Un vanidoso exprofesor –de joven seductor impetuoso- que no quiere asumir con dignidad su ineludible ocaso y rechaza con un áspero: “Dentro de veinte años…”, a quién le ofrece un bastón, decidió remozarse cuando al mirarse en una vitrina no reconoció al vejete que ella reflejaba. Se dedicó a tratamientos rejuvenecedores y, según su ocurrente mujer, ‘compra tintes de pelo hasta para las axilas’. Pero no lo reverdece el mimetizarse entre tanto afeite: sigue cerca del vértice de la pirámide poblacional: ‘de 75 a 79 años’, edad que alarma a la seguridad social.

Causa angustia moral que los ancianos, depositarios de la memoria colectiva, arcas de sabiduría, pozos de experiencia por su inventario de errores, pasaron de moda y dizque perturban la economía por vivir demasiado. Un septuagenario, para brillar hoy en las redes sociales, debe ser multimillonario, tener yate y amigas con microscópicos bikinis, llamarse Gianluca Vacchi y bailar sin fatigarse ‘Felices los 4’ de Maluma. El resto, solo calienta escaños en los parques.

Envejecer es arduo, pero ahora se agregan aspectos penosos. Esta semana, los sesentones en un corrillo de café, declararon que se sentían impotentes para ayudar, cuando un versado académico les dijo que “sólo la natalidad evitará la quiebra del sistema de pensiones”. Ninguno, además, quiere remplazar la señora. También los trasnocha saber que tanta vejez está cebando la llamada bomba pensional, y que pronto habrá más viejos que niños.

Que los viejos no son de adorno, lo patentiza el testimonio de una persona que asistió casualmente a un entierro en Lérida. Una hija del difunto lloraba desconsolada sobre el ataúd, y le inquiría quedamente: “¿Por qué te moriste, si con tu pensión comíamos las tres familias?”

La Edad Dorada no fulgura tanto: El rechazo de los cuidadores que miran con ojos de eutanasia a los viejitos enfermos; el desapego de los hijos, que aún con tanta conectividad tecnológica los olvidan; las chocheras incomprendidas; el desasosiego por la pérdida de la libido con tanta provocadora suelta; el hipócrita y farsante ‘apoyo’ de las visitas cuando ya ‘in artículo mortis’ les dicen: “Juan, te ves muy bien. Pronto nos tomaremos unos aguardientes.”

A diferencia de otras épocas, cuando el anciano al final de sus días se entregaba confiado a su familia, ahora, si logró acumular algún capitalito, hasta debe cuidar que los hijos, o algún yerno con ideas, no le pisen la manguera del oxígeno.

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