Reminiscencias

Polidoro Villa Hernández

El grupo de los Patriarcas de La Pola, colectivo informal de inestimable acervo, a quienes produce cefaleas -y hasta disminución de la libido, según el único octogenario- esa batahola de los desfiles que excede los decibles que permiten escuchar con agrado la música, se refugiaron en casa de uno de ellos para hablar tranquilos de cómo eran antes ferias y fiestas en Natagaima, Espinal y “Puri”.

Hipertensos todos, y con hígado graso algunos, dejaron la tradición del Tapa Roja, tamal, lechona y sancocho de gallina criolla de nata amarilla, y ahora acompañan con escocés la pizza y el pollo apanado, novísimas viandas que seguramente a futuro algún sagaz legislador propondrá elevar a Patrimonio Gastronómico Nacional. El obsesivo tema folclórico tocó fondo rápido, porque lo han machacado todos los junios de sus vidas adultas.

Costumbre en sus tertulias, el tema alterno acordado con antelación era el de los microapartamentos modernos. Lo propuso un abuelo que apoyó a su nieto recién graduado arquitecto, ansioso de independencia, para que adquiriera “una cama con paredes” -según califica al inmueble el viejo generoso-, y se fuera a vivir con su novia. Ventajas del modernismo que permite a las jóvenes parejas gozarse un periodo de prueba, antes sólo existente en contratos laborales.

El tema perdió el control y estos veteranos, con quién sabe cuántos pecados mortales y veniales inconfesados, aplaudieron con entusiasmo al compañero y recordaron que, sin tanta ayuda, todos trataron de armar su ‘apartamento, o pieza de soltero’, para sacudirse algo del yugo familiar y poder retozar con la novia de turno, cuando aún no había moteles. Pero seguían viviendo en la casa paterna. “Lo tenaz –recuerda uno-, es que amigos envidiosos regaban el cuento de que uno dizque tenía un “desnucadero”. Las vecinas chismosas lo llamaban “matadero”, por los quejidos que oían cuando pegaban la oreja a la puerta.”

Sin mirar a ninguno, otro agrega: “Pues aquí hay alguien que tuvo, no apartamento, sino casa de soltero, y hasta hace poco.” El exmagistrado ochentón sonríe con disimulo. “Lo acompañé –prosigue el indiscreto- a exorcizar sus fantasmas femeninos. Lo ayudé a romper fotos en blanco y negro de damas de espesas cejas y largos cabellos azabache, de esos cuidados con jabón de la tierra y Tricófero de Barry de Murray & Lanman. Apegado aún, guardó unos pañuelitos qué, increíblemente, aún conservaban algo del aroma de Agua Florida de la misma conocida casa. ¡Viejo sinvergüenza!”. El ochentón, ahora sí ríe sin pudor.

Estos personajes, buenos ciudadanos, son una caja de música y tienen muchas historias que contar, serias y divertidas. Sale uno con la sensación de oler a añoranzas guardadas en apartamentos de soltero, de esos dónde nunca barrían el polvo, y menos los suspiros.

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