Ad portas de un cambio radical

George Wallis

Quienes piensen que voy a exaltar determinado partido, se equivocan. Simplemente retomo dos palabras que por sí solas constituyen un editorial acerca del deber ser en la coyuntura que vive la Colombia actual. Estos vocablos son un anhelo de todos los colombianos. Todos creemos que nuestro país requiere unos ajustes importantes en su devenir como sociedad garantista y con vocación de prosperidad.

Este cambio, por ejemplo, fue representado por Álvaro Uribe, cuando logró seducir con un nuevo estilo de trabajo duro, de compromisos que se cumplen, de garantías de orden... y muchos llegaron a adorarlo por eso. Luis Carlos Galán representaba también el cambio y estuvo a punto de dar un giro a la conducción del Estado que habría transformado nuestra historia reciente; mucha gente adoraba a Galán por esa audaz propuesta, y ese cambio pudo haberse dado hace 25 años; pero, la parte más perversa de nuestra sociedad se asustó con sus propuestas y recurrió al asesinato como el más infame recurso político.

Algo similar había ocurrido en 1948, cuando otro colombiano audazmente transformador y adorado por las masas, Gaitán, murió en circunstancias aún no bien esclarecidas.

Los tres caudillos mencionados murieron, dos de ellos por haber prometido un cambio. El último difunto, Uribe, tras haber propiciado valientemente un inicio de cambio, pero en este caso falleció solo su imagen histórica, absurdamente asesinada por su propio ego.

Uribe hoy, nos es más que un muerto en vida, el fantasma de un hombre que logró condensar el poder casi total de un país, que pudo haber pasado a la posteridad como el colombiano más admirado prácticamente por todos.

Uribe habría podido ser idolatrado por encima de Bolívar y Santander, pero en los cinco últimos años cayó en la trampa del megalómano; sucumbió, por su otro yo débil, que se enloquece con los ataques, que parece narcotizado con los inciensos de sus aduladores; se desplomó históricamente por resistirse de manera tan infantil a desalojar la feria de las vanidades, de la cual sus enemigos cruelmente, pero amparados en justicia y democracia, dos palabras sagradas, lograron sacarlo con letales sombrerazos.

Estoy convencido, como la mayoría de analistas, de que los vientos de la historia impulsarán cambios claros para nuestra traumatizada nación a partir de marzo.

En mi opinión el encuentro Santos – Timochenko fue el final de dos utopías: la de acabar por las armas con una subversión nacida del sentir cuasi-sicópata de miles de colombianos y también la utopía del ‘paraíso socialista’ revolucionario, de esa Colombia traumatizada por la injusticia social.

Ahora, si logramos guiarnos por la sensatez de la democracia o por los sabios mensajes del Papa Francisco, seremos partícipes de un cambio total hacia una nueva era de paz bicentenaria.

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