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Cualquiera de nosotros nos sentimos a gusto, de manera ingenua, con el sentido común, pues nos ayuda a lidiar con lo cotidiano, bajo el entendido que proviene de conocimientos obvios y evidentes. Pero no es tan sencillo.
Ese conocimiento práctico, es dinámico y complejo, pues se nutre de ideas tradicionales entremezcladas con ideas emergentes que luchan unas por mantenerse y otras por imponerse. En este campo de conflicto pareciera que le fuera más propicio prevalecer a la conformidad sobre la transformación. Los muy conocidos sesgos cognitivos de aversión al riesgo y de aversión al cambio se manifiestan en lo que se conoce como resistencia al mismo, condición que pone palos a la rueda del progreso en cualquier campo.
Conocedores de tales circunstancias, los poderes de todo tipo se han empeñado en generar creencias de sentido común que sean afines a sus intereses. Ayer, por ejemplo, era de sentido común la colaboración entre vecinos. Hoy el sentido común es el individualismo y la competencia.
Antes, el sentido común dictaba hacer una carrera dentro de una empresa, ascender por su buen desempeño y honradez y jubilarse a los cincuenta años. Hoy, el sentido común indica que es el mérito individual que lo habilite en competencias duras y blandas con un esfuerzo personal y esclavizante en un entorno laboral fugaz y de incertidumbre absoluta donde se impone el mito de Sísifo, y entonces, al no advertir una meta clara sobreviene la frustración permanente. Pero ese es el sentido común del hoy que privilegia subsidiar a la riqueza sobre la inversión en educación, salud, y el bienestar de niños y ancianos.
Es el sentido común que se opone a construir soberanía alimentaria, ordenamiento territorial alrededor del agua, producción sostenible y reformas agraria, laboral y pensional. Lo que pareciera obvio es lo que ahora está en un punto ciego para muchos porque el sentido común ha sido pervertido para favorecer los intereses de unos pocos.
La automaticidad del sentido común pervertido nos impide comprender y preferimos eliminar o ignorar. La pregunta es cómo lo lograron. La respuesta es la inyección constante de miedo y odio, dos emociones que cuando están presentes de manera sostenida, destruyen al individuo y a la sociedad. Las lógicas imperantes del egoísmo, la codicia y el supuesto y excepcionalmente logrado éxito, deben ser erradicados por la lógica de la virtud, la comprensión, la colaboración y la solidaridad para deconstruir de manera creativa un sentido común engañoso que nos aleje de la ansiedad, la frustración y la tragedia. Salgamos del miedo inducido y dejemos de odiar.
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