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Algunas precisiones. La primera, que el derecho internacional público (DIP) es estricto en relación con quienes son sus sujetos. Solo los estados soberanos y la Iglesia Católica son sujetos plenos del DIP. Los demás sujetos, como los organismos internacionales, incluyendo la misma ONU, tienen una subjetividad restringida y solo pueden hacer aquello a lo que están estrictamente facultados en los tratados que les dieron vida. Pues bien, los grupos alzados en armas no son sujetos del DIP sino única y exclusivamente para el cumplimiento de las obligaciones que establece el derecho internacional humanitario (DIH) de los conflictos armados no internacionales, es decir el artículo 3 común a los Cuatro Convenios de Ginebra y, si se dan sus circunstancias de aplicación, el Protocolo II adicional. Nada más.
La segunda, los alzados en armas no pueden celebrar tratados internacionales porque su subjetividad se restringe al cumplimiento del DIH, excepto que se les otorgue la calidad de grupo beligerante, una figura poco usada en el derecho contemporáneo. Ningún grupo alzado en armas en Colombia ha tenido ni tiene esa característica.
Así que, tercero, los acuerdos que se celebren entre un gobierno y un grupo alzado en armas en un proceso de diálogo que busca la terminación de un conflicto con ese grupo y el que define la finalización del mismo no son tratados internacionales y no generan obligaciones internacionales para quienes los suscriben. Eso no cambia porque el gobierno que suscriba esos acuerdos decida enviarlos a la ONU, como hizo Santos con el de las Farc.
Cuarto, los acuerdos especiales de los que trata el art. 3 común solo tienen como objetivo ampliar la protección que ofrece el DIH en los conflictos armados no internacionales. Los acuerdos de terminación de un conflicto no son acuerdos especiales precisamente porque su propósito es el de terminarlos, no el de regularlos ampliando la protección humanitaria mientras que tienen lugar. La celebración de un acuerdo especial no otorga calidad de beligerante.
Lo que Santos llamó “declaración unilateral” en la carta 2017 a la ONU, quinto, no es sino el envió del texto del pacto firmado con las Farc y no supone que el Estado colombiano haya asumido obligaciones internacionales de ninguna clase.
Desde la perspectiva del derecho interno, sexto, el pacto de Santos con las Farc solo tiene una naturaleza política. Así lo ha confirmado la Corte Constitucional: “los acuerdos que se celebran en desarrollo de un proceso de paz son de naturaleza política […] el carácter normativo de los acuerdos de paz solo pueden darse una vez se surta un procedimiento en democracia que permita dotarlos de esa característica”. Es decir, lo único de su contenido que se ha vuelto jurídicamente obligatorio ha sido aquello que fue convertido en derecho a través de un acto legislativo o de una ley en el Congreso y sometido al respectivo control constitucional. Darle carácter jurídicamente obligatorio por sí mismo a un pacto con alzados en armas supondría que el gobierno y los violentos que lo firmasen tendrían la posibilidad de definir el texto de una nueva constitución o una ley sin necesidad de nada distinto a pactar entre ellos. Semejante absurdo repugna a la democracia y propio de una dictadura.
Finalmente, ni el pacto de Santos con las Farc ni en la carta de envío a la ONU hay ni una sola referencia a una constituyente. Las menciones que hace ese pacto a un acuerdo político nacional no son sino eso, declaraciones de intención. De hecho, ese pacto no tuvo jamás apoyo nacional, ni siquiera mayoritario, como lo prueba el triunfo del NO en el plebiscito de 2016. Suponer que una alusión a un acuerdo nacional posibilita saltarse la Constitución para convocar a una constituyente no es sino un exabrupto, una burla dirigida a distraer el rechazo a la sistemática operación de saqueo del presupuesto nacional por parte del gobierno para sobornar congresistas o, peor, a engañar a la ciudadanía desinformada para justificar un golpe de estado.
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