Así recuerdo a mi papá

Crédito: Suministrada / El Nuevo Día.El senador Miguel Barreto (centro) con su padre Juan José y su sobrino Juan Carlos.
Muchas veces, jugando a las escondidas con mi hija María Sofía tras intensas jornadas de trabajo, mientras ella me busca por los recovecos de la casa, pienso súbitamente en mi padre Juan José Barreto. Cuando yo nací, él ya era un hombre de 58 años y tenía otros cinco hijos, a quienes sostenía arriando ganado en diversas fincas de Sutatenza, en Boyacá. Trabajador incansable, se levantaba a las tres y media de la mañana a ordeñar las vacas, a vigilar los cultivos de maíz y arveja que nos servían para nuestra propia alimentación y a servir de obrero en fincas aledañas, hasta que se ocultaba el sol y caía rendido en la cama a las siete de la noche. Yo lo entiendo. No tenía tiempo ni ganas de jugar conmigo porque la edad ya le ganaba y sus esfuerzos estaban concentrados en labrar nuevos caminos. 
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Ese destino lo encontramos en la vereda Cay, cerca de Ibagué, a donde mi padre nos llevó cuando yo era muy pequeño, en busca de nuevas oportunidades. Se dedicó a criar pollos mientras nosotros estudiábamos en la escuela de la vereda, y los fines de semana lo ayudábamos en sus faenas de campo para obtener nuestro sustento. A pesar de las dificultades económicas, mi padre nos supo levantar bajo principios sólidos que nos permitieron labrar un porvenir honesto y de servicio a la comunidad: el amor filial, la unión familiar, la disciplina, el estudio, el respeto por las personas y por las instituciones y el trabajo arduo como vehículo para ser exitosos en la vida. “Duerme poco y trabaja mucho –era su lema–, y quiere mucho a tu tierra, que es la que te da de comer”. Nos insistía en que las cosas se las gana uno trabajando y en que hay que esforzarse mucho todos los días para ser exitosos en la vida.

Su ejemplo nos hizo fuertes. Ayudándonos entre todos, nos hicimos profesionales y luego tuvimos la oportunidad de retribuirle, hasta su muerte, todo el amor que nos había dedicado. Es lo que ahora trato de inculcarle a mi hija: el valor de la familia, del estudio, del esfuerzo por hacer las cosas bien, principios que mi padre forjó en mí y que intento reflejar yo también en mi trabajo por el departamento. 

Mi padre me enseñó que los principios no se aprenden en la escuela, ni en el colegio, ni en la universidad, sino en la casa. En la casa fue donde aprendí que los objetivos más altos y gratificantes solo se consiguen a través del esfuerzo familiar. Nuestra obligación debe ser, entonces, favorecer la construcción de mejores hogares, para que esos hogares puedan, a su vez, ser los transformadores de la sociedad. 

Mientras juego con mi hija, y la veo asomar por una esquina de la casa, asombrándose de encontrarme, pienso en todos los sacrificios que hizo mi padre a cambio de que yo pudiera vivir este momento, de su perseverancia en virtud de que pudiera enriquecerme por igual de la berraquera boyacense y de la obstinación tolimense para sacar adelante cualquier propósito. Y pienso también en los miles de padres que han sido como él, que se empeñan en brindarles a sus hijos el amor que necesitan para que crezcan con alegría y confianza en sí mismos. Por ellos es por quienes debemos trabajar todos los días, para que tengan más y mejores oportunidades económicas, para que puedan dedicarles más tiempo a sus familias, para que su esfuerzo signifique de verdad mayor prosperidad. Ese es, al menos, mi compromiso con la comunidad. Y es, también, un acto de gratitud hacia mi padre.

Generales.

Credito
EL NUEVO DÍA

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