Para Rosa Chamorro es imposible enterrar el punzante dolor que le carcome las entrañas. Una y otra vez camina por el terreno enmontado que está junto a la vía principal de Tasajera, en la entrada del corregimiento (que hace parte de El Guamo), en el que hasta hace pocos años estaba su casa.
Ahora no queda un solo cimiento de la vivienda, pues una creciente del río Magdalena arrasó con todo, luego de que Rosa y los suyos abandonaron el pueblo por el temor recalcitrante que le arropa hasta los huesos: el temor a la muerte.
Se esfumaron las paredes de barro y el techo de palma, pero las cosas más importantes aún siguen firmes, como si todo lo ocurrido se tratara de un mal sueño. Y en una mirada panorámica se vienen todos los recuerdos a la mente, mientras las lágrimas inundan los ojos de Rosa.
Su hijo Eliseo Serrano Chamorro correr por la sala, mientras su hermano Yeimis va tras él. Hay risas y gritos de alegría. Hay mucha diversión e ilusiones. Los muchachos salen a la terraza y luego pasan por los cuartos. Llegan al patio y siguen jugando, mientras que el mayor de los hermanos, Daimiro, los mira y ríe, y luego les pide que se calmen.
Las manos firmes, morenas y algo marchitas por sus 64 abriles, se tornan temblorosas. Rosa las junta y aprieta, para calmar las sensaciones. Los deseos de su corazón no serán suficientes para lograr que sus tres retoños regresen a su regazo, que vuelvan de la muerte.
Su hijo Edwin la acompaña y la abraza, temiendo que pueda desfallecer mientras las reminiscencias se apoderan de ella. Mientras tanto, la atribulada madre rememora cómo perdió a sus tres hijos y cómo hoy ese dolor la inunda, pues luego de casi doce años aún no ha podido enterrar ni a Eliseo ni a Yeimis, porque sus cadáveres no aparecen.
Los dos fueron golpeados, asesinados y enterrados en una fosa común, que aún no ha sido ubicada. Solo un año antes, ya habían matado a su hijo mayor, Daimiro.
‘El Negro Serrano’ y los cobardes
Rosa nació y se crió en Tasajera. Fue allí donde conoció a Eugenio Antonio Serrano. Eran jóvenes y nació el amor. Emprendieron una relación y tuvieron nueve hijos.
Los años fueron pasando y los niños se fueron haciendo hombres y las niñas mujeres. El mayor de los nueve, Daimiro, “era un as para los negocios”, recuerda Rosa.
Ella cuenta que desde que era un adolescente a Daimiro le gustaba hacer distintas actividades para ganar dinero. Lo suyo no era el campo.
Por cosas de la vida terminó viviendo en una población llamada Tenerife, en Magdalena. A sus 37 años ya tenía varios negocios. “Era dueño de un equipo de sonido muy grande, un picó, que alquilaba. Cuando venía a Tasajera lo traía y eso se armaban unas fiestas en el pueblo”.
En Tenerife era dueño de varias cantinas y allá le decían por cariño ‘el Negro Serrano’. Los suyos cuentan que le gustaba ayudar a quien lo necesitaba y por ello era muy querido.
Nunca descuidaba a su madre, siempre estaba pendiente para mandarle presentes o alimentos. Por eso, el 18 de marzo de 2005, en vísperas de Semana Santa, llamó a su madre. La alegría lo asaltaba.
Le dijo por teléfono que iría a Tasajera a visitarla. Le pidió que no comprara nada para esa fecha. Daimiro había comprado las mejores carnes, pescado y los mejores alimentos que encontró, para llevárselos a la mujer que lo trajo al mundo. Estaba alegre porque volvía a su tierra, pero el destino y algunos cobardes se empeñaron en que encontrara la muerte en tierras ajenas.
Daimiro, alto, moreno y robusto, empacó la comida en sacos y los montó en su moto. Llegó a coger un ferri para atravesar el río Magdalena, pero antes de poder abordarlo, otro hombre en una moto se le cruzó en el camino. Era un integrantes de un grupo paramilitar. En ese tiempo, el conflicto armado en el país estaba en una de sus etapas más duras.
“Ven, vamos, móntate en la moto que te mandó a buscar el jefe”, le dijo el desconocido. “Yo no conozco a ningún jefe”, respondió ‘el Negro Serrano’.
El sujeto bajó y se fue le fue encima, pero de una sola trompada Daimiro lo mandó al suelo y casi lo deja inconsciente. Sin embargo, “otro paraco llegó en otra moto y lo atropelló”.
Solo así pudieron reducir a ‘el Negro Serrano’, quien quedó adolorido en el piso porque se le quebró una pierna. Entre varios hombres lo golpearon y luego se lo llevaron.
Daimiro fue amarrado en las barandas de un puente, expuesto al público, como si se tratase de una crucifixión. Allí lo torturaron y luego lo mataron de la forma más cobarde: de un balazo en el pómulo derecho. “Ninguno fue capaz de enfrentarlo cuerpo a cuerpo y siempre permaneció amarrado”, dice con dolor y rabia su madre.
Rosa relata que el cadáver lo dejaron junto al río Magdalena y que la Policía fue informada del hecho. “La Policía no se atrevió a meterse allá porque eso estaba lleno de paracos. Nadie quería recoger el cadáver. Yo quería ir a buscarlo, pero no me dejaron. Fue un hermano de Daimiro quien se armó de valentía, fue a la zona y en una lancha logró sacar el cuerpo de la población, llevándolo luego en un camión a Tasajera, donde fue enterrado sin que ninguna autoridad registrara ese homicidio.
El dolor golpeaba a Rosa y a los suyos, quienes al mismo tiempo tenían que lidiar con las penurias del conflicto en Tasajera, que estaba inundada por miembros de un frente guerrillero. Solo un año después, Rosa sufrió otro de los grandes dolores de su vida.
El terror bajó de las montañas
Cada miembro de la familia Serrano Chamorro vivía su duelo a su manera. Eliseo lo enfrentaba en Calamar con su mujer y sus cinco hijos. Era pescador y en ocasiones se dedicaba al campo.
El 27 de agosto de 2006, el hombre se fue a visitar a su madre en Tasajera. Eso lo hacía regularmente.
Ese día, se fue con sus hermanos Yeimis y Edwin a una parcela de la familia que estaba a unos pocos kilómetros de Tasajera. Yeimis apenas tenía 19 años, pero era un muchacho trabajador y estaba muy enamorado de su novia.
“En la parcela raspamos, cortamos leña y a mediodía estábamos a punto de terminar, cuando vimos que de las montañas bajaban unos hombres. Eran guerrilleros que vestían botas negras y llevaban fusiles. Nos tenían rodeados, pero yo me escondí entre unas matas de yuca y no me vieron. Eliseo y Yeimis quisieron correr, pero no pudieron escapar. Los arrastraron y los golpearon”, relata Edwin mientras alza su mirada.
“No se resistan, nos los vamos a llevar para que ingresen al grupo, van a tener todo, no pongan resistencia”, dijo el sujeto que comandaba la cuadrilla de guerrilleros. Eliseo y Yeimis se resistieron, pero los doblegaron a puntas de cachazos y golpes. Se los llevaron a rastras, mientras Edwin escuchaba y veía todo lo que pasaba, sin poder hacer nada.
Quería gritar, quería llorar, quería ayudar a sus hermanos, pero sabía que no podía hacer algo.
Los guerrilleros siguieron rodeando el predio. Edwin se escondía entre las matas, mientras escuchaba el revoloteo de los sujetos armados. Se fue abriendo camino, arrastrándose por la tierra. Apenas pudo apartarse de la parcela, empezó a correr.
“Corrí, como pude, como nunca, como loco. Corrí tan rápido, que llegué a mi casa en Tasajera en solo unos 20 minutos, cuando en condiciones normales nos durábamos casi una hora recorriendo a pie por el camino bueno. Yo cogí por los matorrales y llegué todo arañado”, recuerda Edwin.
Al recibir la noticia, Rosa entró en shock. Quiso correr a buscar a sus hijos, pero sus parientes no la dejaron. Toda la zona estaba llena de guerrilleros, que cercaban el pueblo.
Los días fueron pasando y los insurgentes se marcharon ante la llegada del Ejército a la zona. Rosa buscó a sus hijos, pero nadie le daba razón de ellos. Un año después, se fue con sus parientes a El Guamo ante los panfletos amenazantes que empezaron a circular en Tasajera. “Eso que le hicieron a mis hijos me causó un dolor inmenso, algo que no podría describir, como si me arrancaran el pecho. Estuve a punto de volverme loca, pero mis demás hijos me apoyaron. Todo el día pasaba llorando y casi no quería comer”, dice la mujer.
Lo mató el guayabo
Los años fueron pasando y con el tiempo Rosa y los suyos fueron dejando la zona para rehacer sus vidas. La mujer se vino a Cartagena hace tres años con su marido.
Vive en casa de su hijo Edwin y la familia de este. Edwin trabaja en una verdurera y apenas le alcanza para pagar arriendo y comida. Debe hacer malabares para resolver lo demás. “Un señor nos dijo que había visto cuando mataron a mis hijos Eliseo y Yeimis, y que los metieron en una fosa común, debajo de otras dos personas.
Nos indicó el punto de una finca cerca de Tasajera en la que los habían enterrado y nos dio pistas de la ubicación, pero no nos quiso llevar y se fue de la zona. Con eso que nos dijo, nosotros fuimos a cavar en esa zona, pero no pudimos encontrar la fosa. Le dijimos a la Fiscalía todo lo que sabíamos, pero nos dijeron que no podían ir a buscar si no tenían el punto exacto donde estaba la fosa, pues de lo contrario irían a perder el tiempo”, cuenta Rosa.
Esta también relató que declaró lo que le ocurrió a su familia ante la Unidad de Víctimas y que en octubre pasado el cuerpo de su hijo Daimiro fue exhumado por la Fiscalía. Dice que a mediados de este año se lo estarán entregando, todo para confirmar la identidad de este, declarar el homicidio y todo lo que ello supone en el proceso que libra la familia como víctimas del conflicto armado.
“Vivía del campo, ha sido muy difícil vivir en la ciudad, en Cartagena. Desde que pasó todo solo hemos recibido dos ayudas del Gobierno de $300 mil cada una. Metí todos los papeles y el dos de enero la Unidad de Víctimas me mandó una carta en donde me dicen que no me reconocen como víctima de homicidio. Pedimos ayuda, necesitamos un techo para vivir. Después de los asesinatos de mis tres hijos, mi marido se echó a la pena. Pasaba tomando ron y llorando a sus hijos. Hace tres años enfermó y murió, lo mató el guayabo, él esperaba encontrar a sus hijos. Lo enterramos en Tasajera y cuando me entreguen los restos de Daimiro los vamos a enterrar junto a él, porque lo pidió. Lo voy a hacer porque eso lo pidió en vida, no sea que venga a reclamarme algo”.
Rosa, junto a su hijo Edwin, recorrió el terreno en el que estaba su casa en Tasajera. El río se la llevó, luego que la dejara abandonada por miedo a que la mataran.
Recibieron ayuda en proceso legal
Buscando ayuda, Rosa llegó en el 2015 al Consultorio Jurídico de Derecho y Desplazamiento de la Universidad de Cartagena. Su condición no había sido reconocida y con ayuda de funcionarios del consultorio fue reconocida como víctima de desplazamiento forzado, ante la Unidad de Víctimas. Se logró la inclusión de la mujer y sus parientes en el registro de víctimas y recibió dos ayudas de emergencia. Así mismo, se solicitó a la Fiscalía el ingreso de la familia en el programa de búsqueda de personas, por el caso de los dos hijos que le mataron a Rosa, cuyos cadáveres están perdidos. Sin embargo, Rosa aún no ha sido reconocida como víctima de homicidio.
La Fiscalía exhumó el cuerpo de su hijo mayor, al que habían enterrado en Tasajera. Espera que este sea reconocido y entregado este año. Angélica Navarro Monterrosa, coordinadora del Consultorio Jurídico de Derecho y Desplazamiento de la Universidad de Cartagena, indicó que en esta oficina, que lleva más de 10 años funcionando, se han atendido a más de 3 mil 700 casos. Solo el año pasado, fueron atendidas 500 víctimas, que residen en Cartagena y otras que vienen de otras zonas del país, de manera gratuita. “El 80 por ciento de los casos atendidos han sido favorables. Aquí lo que hacemos es acercar a los desplazados o víctimas de homicidio a las ofertas institucionales del Estado. Se busca que se le materialicen los derechos consagrados a las víctimas en la norma”, indicó la funcionaria.
"Vivía del campo, ha sido muy difícil vivir en la ciudad, en Cartagena. Desde que pasó todo solo hemos recibido dos ayudas del Gobierno de $300 mil cada una. Metí todos los papeles y el dos de enero la Unidad de Víctimas me mandó una carta en donde me dicen que no me reconocen como víctima de homicidio”.
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