PUBLICIDAD
Casi un mes después, un comerciante del Espinal fue remitido a la clínica Avidanti de Ibagué y el 11 de abril falleció, convirtiéndose así en el primer deceso en el Tolima con esta patología. Desde entonces el número de muertos no ha cesado y el recuento diario se convirtió en la noticia central de los medios, con todo ese dramatismo y terror que se expande, mientras ese virus desconocido y letal seguía impávido destruyendo cuerpos y recordándonos lo vulnerables que somos.
Las medidas oficiales, lentas y a veces contradictorias, hicieron de nuestras viviendas celdas de castigo. Nos prohibieron dar y recibir la calidez de un abrazo o mitigar con un beso la llama del placer o el saludo filial. Constriñeron nuestros movimientos hasta convertirnos en zombis que arrastrábamos los pasos por los estrechos apartamentos y mirábamos desde las ventanas la soledad de las calles. Fue duro acostumbrarnos a no compartir con la familia, ni con los amigos. Se cortó el circuito de la tertulia y comenzamos a recibir llamadas para avisarnos de un familiar o un amigo contagiado o muerto.
Vimos salir en una ambulancia a un vecino y regresar días después reducido a cenizas en un pequeño cofre. Se fueron también algunos compañeros de colegio, amigas cuyas carcajadas siguen resonando en nuestros oídos; el primo lejano que hace rato no veíamos; la poeta de “La tempestad de lunas” y tantas otras personas a quienes no pudimos apretar sus manos para desearle un buen viaje.
Escondieron nuestros rostros con el uso obligatorio de una máscara y nos embadurnaron de geles, alcoholes y desinfectantes, mientras las dudas, la inoperancia, la indisciplina social y las medidas represivas incrementaban las cifras macabras de muertes y de pacientes luchando por una cama en las Ucis de pueblos y ciudades.
Hoy, cuando hemos traspuesto el número de cien mil adioses y no contamos con vacunas suficientes, solo nos queda construir la esperanza con nuestra propia resistencia.
Comentarios