Detener las cifras macabras

libardo Vargas Celemin

Arnoldo de Jesús Ricardo Iregui, 58 años de edad, conductor de taxi en Cartagena, figura como el primer colombiano muerto por Covid 19, el 16 de marzo del 2020. Su contagio se debió a la prestación de un servicio a turistas italianos que estornudaban y tosían a sus espaldas, sin contar con la debida protección, porque la pandemia hasta ese momento se consideraba un problema de los chinos y no de nosotros. La impericia de quienes le tomaron las muestras no permitieron detectar el virus, pero pocos días después su hermana, que estuvo siempre a su lado y el médico que lo recibió en la clínica dieron positivo. Con los síntomas del paciente y los contagios no hubo más discusión y el Instituto Nacional de Salud dio como diagnóstico oficial el Covid 19.
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Casi un mes después, un comerciante del Espinal fue remitido a la clínica Avidanti de Ibagué y el 11 de abril falleció, convirtiéndose así en el primer deceso en el Tolima con esta patología. Desde entonces el número de muertos no ha cesado y el recuento diario se convirtió en la noticia central de los medios, con todo ese dramatismo y terror que se expande, mientras ese virus desconocido y letal seguía impávido destruyendo cuerpos y recordándonos lo vulnerables que somos. 

Las medidas oficiales, lentas y a veces contradictorias, hicieron de nuestras viviendas celdas de castigo. Nos prohibieron dar y recibir la calidez de un abrazo o mitigar con un beso la llama del placer o el saludo filial. Constriñeron nuestros movimientos hasta convertirnos en zombis que arrastrábamos los pasos por los estrechos apartamentos y mirábamos desde las ventanas la soledad de las calles. Fue duro acostumbrarnos a no compartir con la familia, ni con los amigos. Se cortó el circuito de la tertulia y comenzamos a recibir llamadas para avisarnos de un familiar o un amigo contagiado o muerto.

Vimos salir en una ambulancia a un vecino y regresar días después reducido a cenizas en un pequeño cofre. Se fueron también algunos compañeros de colegio, amigas cuyas carcajadas siguen resonando en nuestros oídos; el primo lejano que hace rato no veíamos; la poeta de “La tempestad de lunas” y tantas otras personas a quienes no pudimos apretar sus manos para desearle un buen viaje. 

Escondieron nuestros rostros con el uso obligatorio de una máscara y nos embadurnaron de geles, alcoholes y desinfectantes, mientras las dudas, la inoperancia, la indisciplina social y las medidas represivas incrementaban las cifras macabras de muertes y de pacientes luchando por una cama en las Ucis de pueblos y ciudades. 

Hoy, cuando hemos traspuesto el número de cien mil adioses y no contamos con vacunas suficientes, solo nos queda construir la esperanza con nuestra propia resistencia.

 

LIBARDO VARGAS CELEMÍN

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