Hace unos años éramos un país cafetero. Hablando en cifras gruesas, el café producía el 60 - 70 por ciento de las divisas y daba empleo a 2,5 millones de familias. Los cafeteros presionaban por un dólar artificialmente caro y esto, al encarecer las importaciones, permitía el crecimiento de la industria.
Hoy somos un país petrolero y minero-exportador. No son los campesinos sino el Estado, como dueño del subsuelo, el que se reparte la bonanza con las multinacionales. Y además las divisas ya son tantas que el dólar no vale nada, y es más barato importar que producir.
Un Estado más rico y una vida barata serían las dos bendiciones de ese cambio profundo en nuestra economía. Y en efecto, hoy el Estado emplea a muchas más personas y ha duplicado su peso en el producto nacional. La inflación dejó de ser un problema (antes andaba por el 20 - 25 por ciento anual) y los consumidores conseguimos de todo.
Pero la agricultura y la industria dejaron de ser rentables. Los campesinos quedaron sobrando y la tierra perdió su valor económico: hoy su valor es simbólico y político. El desarrollo industrial quedó truncado, aporta poco empleo y no jalona el avance tecnológico. La clase media urbana se empleó en los servicios (gobierno, finanzas, profesiones…) y los pobres siguieron engrosando el “sector informal”- que hoy ocupa al 60 por ciento de los trabajadores de Colombia.
Si esta fuera Noruega o fuera Holanda, la gran petro-riqueza del Estado habría sido invertida en educación, en ciencia y en construir la infraestructura de un país de punta. Pero estamos más bien en Venezuela, y la bonanza fiscal se ha traducido en burocracia, en contratos y puestos para una “clase política” insaciable, en corrupción a diestra y a siniestra, en quitarles los impuestos a los ricos y en repartir limosnas (que aquí se llaman “Familias en Acción”) para conservar contentos a los pobres.
Es más: en un sentido estamos peor que Venezuela, estamos en Nigeria o en el Congo, donde los booms mineros se mezclaron con guerras intestinas. En efecto, la bonanza colombiana ha seguido sosteniendo la guerra militar: el presupuesto de defensa se triplicó en 10 años, y los actores armados ilegales encontraron una fuente estupenda de recursos. También, y sobre todo, la bonanza escaló la guerra política que los barones regionales desde siempre han librado contra el país moderno: una guerra por la tierra y su valor político, por la nueva riqueza del Estado y por la narco-impunidad, que se conoce, en resumen, como la narco-política.
Esta es la historia abreviada de la nueva Colombia.
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