Más política, menos Código Penal

Alfonso Gómez Méndez

En estos días de pandemia, protestas justificadas y bloqueos injustificados, un amigo tomó un Uber, se puso a hablar con el conductor y le escuchó su historia. Se trataba de un joven administrador de empresas de 34 años graduado de una universidad bogotana relativamente costosa, con una maestría y dominio del inglés y el portugués. El hombre contó que manejar un carro para sobrevivir era la única opción que había encontrado después de repartir infructuosamente hojas de vida en entidades públicas -sin palancas políticas- y en empresas privadas y que, por lo tanto, no veía ya ningún futuro para él en el país.
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Esa conversación explica en buena parte el descontento de los jóvenes -profesionales, estudiantes y obreros desempleados- y la magnitud de la “bomba social” que se dejó crecer por décadas, y que se expresa en lo que ahora pasa a ser una ola generalizada de protestas que ya casi nadie puede controlar. Mientras tanto, algunos sectores del establecimiento parecen concebir las manifestaciones como un acto delictual que solo puede manejarse por la vía del Código Penal.  

Esa voz de la desesperanza del joven profesional conductor de Uber que sale a marchar no puede ignorarse o minimizarse por el hecho de que en las protestas, como era de esperarse, se infiltren organizaciones guerrilleras, narcotraficantes y hasta “descamisados” con hambre. 

En el caso de la juventud el problema es doble: es muy grande el porcentaje de jóvenes que no alcanzan a conseguir cupos en las universidades públicas o no pueden pagar las matrículas en las privadas. Y, además, al terminar sus estudios -incluso de postgrado- muchos de ellos no encuentran espacio en el mercado laboral y terminan condenados a desempeñar cualquier oficio que les de para comer, desperdiciando para ellos y para el país, toda la formación académica recibida. 

Existe ahí un factor muy grande de justificado descontento social que puede llevar a esa juventud profesional por caminos que nunca pensó tomar. Es verdad que algo se ha avanzado en la gratuidad de la educación. Pero falta mucho. 

Y sobre todo no se han encontrado los mecanismos para vincular la formación profesional al aparato productivo en forma que se garantice al egresado desempeño profesional inmediato. Las fórmulas ensayadas que pretenden estimular a las empresas para que empleen a los jóvenes -basadas casi siempre en exenciones de impuestos- hasta ahora han sido un fracaso si miramos las cifras del Dane sobre desempleo juvenil.  

Así como es necesaria la “renta básica” para los colombianos que en pandemia han perdido el empleo o no han podido conseguirlo, debería pensarse en una para los jóvenes profesionales hasta la consecución del primer empleo. 

Desde la otra cara de la moneda los manifestantes, algunos de ellos víctimas de actos de brutalidad policial, deberían entender que los jóvenes policías -patrulleros, suboficiales y oficiales- son también colombianos de a pie, no sus enemigos. Ellos probablemente sufren las consecuencias de la pobreza y por tanto no tiene sentido atacarlos despiadadamente de manera generalizada, o insultarlos como se hizo en el Congreso. 

Esta puede ser la oportunidad para que la juventud se organice, sepa canalizar el descontento y comience a asumir las riendas del país. Mucho daño le ha hecho a Colombia el discurso “anti político”, basado en generalizaciones sobre corrupción que terminaron alejando a los jóvenes de la política. 

 

ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ

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