Y la extradición ahí

Alfonso Gómez Méndez

Con todas sus secuelas de corrupción, violencia, cultura del enriquecimiento fácil, distorsión del sistema político, afectación de las relaciones internacionales, intensificación del conflicto armado, y asesinatos de jóvenes promisorios en la política como Jaime Pardo, Rodrigo Lara y Luis Carlos Galán, el narcotráfico ha sido una verdadera maldición para Colombia
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; y paralelo a éste, la extradición que ha interferido hasta hoy, y de qué manera, la agenda política del país.

Hasta la década del ochenta, la extradición era solo un mecanismo de cooperación internacional en la lucha contra el delito. A partir del auge del narcotráfico y con la aprobación del tratado de extradición entre los EE. UU. y el gobierno Turbay, aprobado sin discusión por el Congreso, comenzó el largo camino criminal que aún no termina.

Vigente el tratado y frente a las primeras solicitudes de extradición de narcos colombianos, el gobierno Betancur se abstuvo de aplicarla alegando razones de soberanía; tras el brutal asesinato de Rodrigo Lara, decidió enviar narcos a Norteamérica y se disparó la guerra contra el tratado; los narcos buscaron una “tregua” –unos dirían cese bilateral– y le propusieron al Estado –teniendo como mensajero del gobierno al procurador Carlos Jiménez– entregar las rutas, devolver dineros y salirse del criminal negocio, solo a condición de que no los extraditaran.

Como eso no fue posible, –por razones ya explicadas en otras columnas– comenzaron una “guerra jurídica” en la Corte Suprema de Justicia (CS), sin éxito.

El M-19, al tomarse el Palacio de Justicia, si bien no era su principal demanda, incluía la derogatoria del tratado. Los narcos mataban a cuantos se les atravesaban en su empeño. Llegaron hasta a asesinar, en 1986, al profesor Baquero Borda, “cobrándole” el haber asesorado al embajador Barco en la negociación del tratado. La CS, nombrada después del holocausto, en diciembre de 1986, hizo lo que sus sacrificados antecesores habían negado: tumbar el tratado de extradición. El presidente Barco, asumiendo todos los riesgos, aplicó la extradición por vía administrativa. Por eso los llamados extraditables mataron a Galán, Guillermo Cano y Carlos Mauro Hoyos, entre otros muchos mártires. Desataron el llamado “narcoterrorismo” con bombazos y asesinatos selectivos. Para tratar de “apaciguarlos” el gobierno Gaviria, condicionalmente, suspendió la extradición por un decreto de Estado de Sitio, en enero de 1991.

Los secuestros selectivos de Pablo Escobar, intimidaron aún más al país, y finalmente la Constituyente, en decisión no suficientemente aclarada históricamente, prohibió la extradición, principal “bandera” de los capos de la droga. Buena parte de los miembros de la asamblea votaron por convicción. Otros, probablemente por corrupción. Y otros, por intimidación. Debe existir todavía el video de uno de los Constituyentes por el M-19 recibiendo dinero por tumbarla. En el llamado “Proceso ocho mil” aparecieron varios cheques del cartel de Cali para algunos constituyentes incluido el subsecretario de la corporación. Solo en 1997, en el gobierno Samper, se restableció la extradición de nacionales.

Hoy vuelve a saltar la liebre. Ante la llamada ‘paz total’ el fiscal General, Francisco Barbosa, se negó a reconocer como voceros políticos a reconocidos narcos, algunos de ellos solicitados en extradición. El informe de Semana, “La trampa de los narcos”, relata en detalle como algunos de esos capos pagarían un millón de dólares per cápita para ser graduados de “negociadores de paz”. Ya había pasado en Justicia y Paz, y algunos habían tratado  de colarse en el proceso de paz con las Farc, cosa que impidió el gobierno Santos.

Acertadamente el intelectual y dirigente político de izquierda, Daniel García Peña, en su columna de El Espectador señaló que “otorgarle estatus político al Clan del Golfo sería un error garrafal”, y agregó que la utilización del nombre de Jorge Eliecer Gaitán por parte de ese grupo paramilitar, “es un despropósito de talla mayor”.

 

ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ

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