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En entrevista a este diario, el magistrado Ramelli quien además es un académico de peso, para explicar lo que está haciendo la JEP, habló de que existe un 90 por ciento de impunidad y que los instrumentos para consolidar procesos de paz llevan a privilegiar la justicia restaurativa sobre la aplicación de penas privativas de la libertad. Ese planteamiento de fondo conduce a varias reflexiones.
Es verdad que en ésta y en todas las constituciones que hemos tenido, la búsqueda de la paz es uno de los objetivos del régimen político constitucional, pero al lado de ese valor, también está el supremo de la justicia. Hacerlos compatibles no ha sido fácil cuando llevamos tantos años de conflicto armado -hoy ya desnaturalizado- que no se ha podido resolver únicamente por la vía militar. Por esa razón, hemos tenido decenas de leyes de amnistía e indulto para, como suele decirse, “tenderles un puente de oro” a los alzados en armas para que las dejen y entren a la política legal.
El proceso con el M19 fue exitoso a pesar de que no se les exigió verdad. El adelantado con las Farc -que originó la JEP- ha cumplido su objetivo, pero por errores en su ejecución quedan muchos baches. Estos procesos de paz distorsionan la política criminal pues para el ciudadano no es fácil entender que el Estado sea duro con la delincuencia común -para la que siempre se piden penas más altas- y laxo con la delincuencia política que implica a veces comisión de delitos atroces. Y menos entendible, como lo critica con razón el magistrado Ramelli, que al amparo de una figura como la de gestor de paz -concebida con otros fines- se estén abriendo “indultos disfrazados” para los jefes paramilitares que auspiciaron las peores masacres en la historia del país y delitos como secuestros, desplazamientos, reclutamiento de menores y violaciones sexuales.
El magistrado Chaverra, formado en el poder judicial y quien es producto de su propio esfuerzo, no solamente se refirió al noventa por ciento de impunidad, sino que, con su autoridad, reconoció el fracaso en estos veinte años del mal llamado proceso penal acusatorio.
Para claridad de los lectores debo decir que como fiscal general me opuse a la introducción improvisada de ese sistema en el procedimiento penal colombiano y que, por el contrario, impulsé la aprobación de la ley 600 de 2000 la que, por cierto, le ha permitido a la Corte Suprema adelantar procesos contra congresistas como está demostrado en el escandaloso caso de corrupción de la UNGRD. En ésta se atenuaba el sistema inquisitorio, se introducían elementos de oralidad y el control judicial de las medidas de aseguramiento. Se dijeron cosas que no eran ciertas como que había que separar las funciones de acusación y juzgamiento cuando ya lo estaban desde 1987 durante el gobierno Barco.
Con el nuevo régimen se cometieron todos los errores: trasplantaron mal el procedimiento americano; dejaron dos Ministerios Públicos; le dijeron al país que en cuestión de meses habría sentencias anticipadas y que los procesos penales terminarían en poco tiempo. A pesar de lo que se señaló sobre el fortalecimiento de la investigación científica, la deleznable prueba testimonial es la que se sigue usando en los juicios. Ni que decir del mal uso del principio de oportunidad.
Las cifras sobre el fracaso son suficientemente elocuentes. Hace algunos años, en una entrevista con María Isabel Rueda, afirmé que se había transformando de “acusatorio” en “aplazatorio” y que era una especie de cadáver insepulto. Este caso es una palmaria demostración de la forma como el Congreso, en ocasiones de manera bastante alegre, adopta la política criminal del Estado. Nadie les pide cuentas. No hay responsabilidad política, uno de los elementos que me permiten afirmar, como lo hago en mi libro publicado por esta casa editorial, que estamos frente a una democracia bloqueada.
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