El peor de los mundos

Augusto Trujillo

Pocas horas después del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, el expresidente Darío Echandía formuló una pregunta histórica: El poder ¿para qué? Aquel día hubo toda una explosión política, cuyos protagonistas dieron rienda suelta a sus emociones, por encima de cualquier razonamiento. En medio de un clima de violencia creciente, que el gobierno estimuló desde el Estado, el poder se puso al servicio de la persecución a sus adversarios, de la politización de la fuerza pública, de un autoritarismo sin antecedentes en lo corrido de la centuria.
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Sobre la mitad del siglo la violencia oficial se estrelló contra los habitantes de numerosos municipios de la Colombia profunda. Las gentes del campo se vieron ante la alternativa de perecer o resistir y, en su mayoría, optaron por lo segundo. En aquella resistencia está el remoto comienzo de las guerrillas y su característica fundamentalmente campesina. Pronto se dividieron entre Limpios y Comunes; luego vinieron las demás: Farc, Eln, Epl, M19, en fin, la acción guerrillera se volvió una constante que, por desgracia, aún no termina.

En 1957 los colombianos votaron masivamente un plebiscito, que dio una respuesta válida a la pregunta del maestro Echandía: El poder ha de estar al servicio de la paz, de la restauración democrática, del diálogo político-social. Con el Frente Nacional el gobierno comprometió al Estado en la idea de desinflar el presidencialismo, fortalecer el congreso, subordinar la fuerza pública al poder civil. Se adoptaron nuevos controles sobre el ejecutivo y, ciertamente, se avanzó hacia el Estado de Bienestar.

Al servicio de ese propósito estaban Alberto Lleras y Laureano Gómez. También Carlos Lleras y el propio Echandía. Luego otros más, que cada vez fueron siendo menos. Tal vez el último de aquellos mohicanos fue Belisario Betancur, quien siempre privilegió los temas solidarios en el ejercicio de la política. Los años ochenta comenzaron a desdibujar los propósitos sociales del Estado: Thatcher, Reagan, el Consenso de Washington. Rápidamente esa línea política se extendió por el continente. En ese nuevo esquema, el Estado ¿para qué?

Apareció, entonces, una ecuación inefable: El poder de los gobiernos se puso al servicio del desmonte del poder de los estados. Simultáneamente estimuló el poder de los mercados. Semejante aporía resulta curiosa, porque sin vocación social, ni capacidad interventora, el Estado no hace falta. Bastarían unos cuantos administradores para dictar los reglamentos que se necesiten, dentro de la idea de que el derecho es un simple instrumento de regulación, y unos gendarmes para vigilar el fenómeno de la competencia empresarial, así se desdibuje hasta el extremo de los monopolios. No, estas crisis requieren un Estado actuante y dinámico.

La explosión social que hoy vive Colombia no se resuelve con autoritarismo ni con anarquía, que son las dos cosas que más se ven en las calles. En 1975, en medio de protestas contra el gobierno López, el maestro Echandía dijo: “Las nuevas necesidades quieren expresarse en nuevos ordenamientos y nuevos estratos sociales aparecen exigiendo que sus intereses sean tutelados”. Ambas cosas se adoptaron en la Carta del 91, pero ambas se falsearon después. Por Dios. El Estado debe resolver esos problemas, pero el gobierno parecería estar ahí para impedirlo. Ese es el peor de los mundos.

AUGUSTO TRUJILLO MUÑOZ

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