El Neogolpismo

Augusto Trujillo

En inglés se dice Coup d’État porque, según el relato de ingleses y gringos, el golpe de estado fue un invento de los franceses, específicamente de Napoleón.
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En América hubo muchos golpes de Estado en los siglos XIX y XX, de los cuales salió bastante bien librada Colombia. Lo que muestra el siglo XXI es algo que podría llamarse neogolpismo.

Para comenzar por el principio, los ingleses son expertos en convertir la historia en farsa: Los golpes de estado fueron invención suya. En efecto, Oliverio Cromwell se empinó hasta el liderazgo político, lo ejerció con fanatismo religioso y desde el parlamento hizo abrir un juicio que condenó al rey a la horca. Se negó a dialogar con sus adversarios, anglicanos y católicos, y clausuró el parlamento para gobernar sin él. Ese es un típico golpe de estado.

Nuestra América conoció un alto número de golpes militares en su historia. Inicialmente obedecieron a factores nacionales de poder, pero luego se enmarcaron en el ámbito de la guerra fría y jugaron notorio papel en medio de la excesiva ideologización de la política. Es curioso, pero fue después del colapso de los socialismos, que tomó fuerza la idea de diluir las relaciones que, por la vía de la representación política, el Estado de bienestar había construido entre su propia institucionalidad y la sociedad civil.

En este nuevo marco se dinamizaron los autoritarismos y se estimularon los espacios para la militarización de la sociedad y la politización de la fuerza pública. Una y otra cosa suscriben y respaldan el objetivo de despolitizar la sociedad y conspiran contra los principios de la democracia liberal. Ese es el caldo de cultivo para los populismos de todos los signos, que ponen a su servicio los gobernantes sin liderazgo o con fuerte oposición.

Ese ámbito es también el más apto para el neogolpismo, cuyo origen suele estar en el mismo gobierno, aunque ajeno al estamento militar. En América cuento tres intentos, por fortuna sin éxito, en menos de un lustro: Evo Morales en 2019, Donald Trump en 2020 y Pedro Castillo en 2022. Todos pretextaron agresiones a la legalidad o desconocimiento de los resultados electorales, y aprovecharon eventuales déficit de democracia para prolongar su influencia en el tiempo, legitimar su vocación autoritaria o encubrir sus propias carencias. En todo caso, los tres pisotearon el Estado de derecho.

Desde la estrategia Reagan-Thatcher, según la cual los gobiernos no deben gobernar, la política le fue arrebatada al ciudadano. A los pseudo líderes que emergieron luego les resultó más fácil mirar al pasado, como si la historia quedara a sus espaldas, y prefirieron sembrar miedos, en vez de cultivar esperanzas. En medio de una política sin ciudadanos el liderazgo se mediatiza, la confrontación se agudiza y los problemas se enquistan. Hay que convertir al adversario en enemigo, cuando podía ser asociado en la solución del problema común. 

En semejante escenario, la historia deja de ser un río para volverse un estanque y la sociedad comienza a dar vueltas alrededor un círculo sin conseguir romperlo. Mientras tanto, desde la demagogia populista de todos los signos, las dirigencias serán proclives al neogolpismo. Y, al contrario de lo que vaticinó Marx, la farsa se vuelve tragedia.

 

AUGUSTO TRUJILLO MUÑOZ

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