La semana pasada se realizaron en Cúcuta varios actos que tuvieron como finalidad el estudio de asuntos de la región relevantes en su historia, o reconocidos como posibilidades de interés colectivo.
Para los dogmáticos heliotropos del establecimiento cualquier iniciativa de cambio que busque corregir los desatinos acumulados en el manejo de Colombia, es estigmatizada con el señalamiento de línea roja. Todo les parece que “afecta la institucionalidad” o que es una forma de acabar “con lo que ha funcionado bien”.
En Colombia el sectarismo partidista ha obrado como determinador de la violencia política. Pero no es un sentimiento ajeno a la defensa de los intereses de quienes tienen el manejo del poder o, en general, del establecimiento. Matar al adversario puede estar relacionado con una causa, no siempre visible, articulada a privilegios que representan activos particulares de alcance económico o social. Todo eso está calculado con anticipación y de su manejo se encargan servidores amaestrados en esos ejercicios de imposición agresiva, en la medida que se requiera y conforme a lo dispuesto.
Los diversos problemas que han afectado a la nación, a partir de su constitución como república o Estado supuestamente con independencia y soberanía, tras haber salido de su condición de colonia del reino de España, no aparecieron de repente. Provienen de vicios consentidos por los gobernantes de turno, los cuales se reprodujeron al vaivén de intereses articulados al poder.
Los desmanes de la conquista, con abusos de autoridad, violencia contra los indígenas y los esclavizados de raza negra, la rapiña para apoderarse del oro y otros recursos naturales, se hicieron constantes en la gestión de quienes estaban investidos de algún mandato.
Nada justifica la subestimación de la cultura en los programas de gobierno, de los partidos, de la empresa privada o, en general, de las organizaciones que en alguna forma tienen relaciones con la comunidad o ejercen influencia sobre la misma.
El discurso adobado de mentira para engañar y desorientar, se convirtió en recurso recurrente de no pocos dirigentes colombianos. Y no solamente de dirigentes de nivel medio sino de los de alto nivel, aquellos que tienen influencia en la nación por sus funciones relacionadas con el manejo del poder.
Los vicios consentidos en el ejercicio de la política en Colombia le han restado capacidad funcional a la democracia. Se ha creído que con las elecciones basta, sin tomar en cuenta que estas también están contaminadas de las restricciones impuestas por quienes han manejado el poder en función de sus intereses mezquinos.
Ahora que Colombia entra al camino de construir un nuevo destino basado en la equidad social, buscándole poner punto final a las atrocidades de la desigualdad con sus violencias recurrentes y el entramado de otros designios consentidos por quienes manejan el poder como instrumento de privilegios, se deben dejar atrás el simplismo y la ingenuidad, que han funcionado a la medida del atraso para que nada cambie y se repita cíclicamente más de lo mismo en beneficio de los que se lucran de la “mezquina nómina”. Es un punto esencial de tomar en cuenta como garantía de no repetición.
No puede ser imposible que los colombianos le ganen la partida a la violencia, a pesar de su intensidad, su recurrencia y sus horrores a lo largo de la historia de la Nación.