Pininos de un seductor

Hugo Rincón González

Ahora que recuerdo tenía menos de 10 años. Estudiaba en la escuela mixta Antonio Nariño ubicada en el barrio Obrero de Chaparral. En esa época era un muchachito flaco, algo desgarbado y grande. Fui más alto que todos mis compañeros de curso, estaba en Quinto de primaria y por ende era de los próximos en salir hacia un colegio de grandes a estudiar la secundaria.
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En la Antonio Nariño de los setenta, estudiaba la “gaminería” del municipio como me decían mis hermanas. Era tradición que ocasionalmente circulara entre los salones un papelito con el altisonante nombre de “ring sangriento” para invitar a la muchachada a ver la pelea de turno, gestada en los conflictos surgidos entre estudiantes en los recreos de media mañana.

El lugar donde se celebraban estos enfrentamientos era un kiosco anexo a la institución, donde se arremolinaban los muchachos que asistían ansiosos a ver como se daban cocotasos los rivales de turno que se enfrentaban azuzados por unos expertos careadores.

Ese era el ambiente. Estudio, peleas infantiles y juveniles, además de los primeros escarceos amorosos. Allí en ese ámbito colegial y algo violento la vi por primera vez en el patio del colegio dando una vuelta a la cancha de basquetbol. Venía acompañada de tres compañeras de su salón. Una niña alta, rubia, de pelo largo y de bonitas facciones.

Con su uniforme un poco arriba de la rodilla se veía imponente. La miré con una sensación mezclada de timidez y deseos de conocerla. Por supuesto yo también andaba con dos amigos y no fui capaz de decir nada a nadie.

En los días siguientes la recordaba siempre. Con mi amigo más cercano pasaba por su salón de segundo de primaria para hacerme notar y poder mirarla. Nunca hablamos. Le hice saber a través de una amiga que le enviaba saludes, la manera en que antes se manifestaba el interés por alguien. Cuando supe que ella igualmente me enviaba saludes, salté de alegría y procedí a dar el siguiente paso.

Por mi absoluta timidez le pedí a mi amigo que redactara una carta declarándomele a ella, como se estilaba en la época. Mi llavería lo hizo y antes de cualquier cosa me la leyó buscando mi aprobación. Una carta melíflua y empalagosa donde le pedía que fuera mi novia. Se la hice llegar con una de sus amigas y me pasé toda la noche esperando su respuesta. Al día siguiente me dijo a través de un papelito que sí me aceptaba como su novio. Imagínense la felicidad.

Sin tener ningún contacto aún, le mandé a decir que quería verla el sábado siguiente en horas de la noche. Contestó epistolarmente que sí. Concretamos la hora, el lugar era al frente de su casa.

No podía con la ansiedad, me iba a ver con mi novia, mi primera novia, la más bonita de la escuela. Llegó el día, me organicé lo mejor que pude, le pedí dinero a mi padre, me compré con su aporte dos bolsillados de menta helada para chupar mientras llegaba al sitio. Estuve antes del momento convenido. Seguí consumiendo ese dulce y esperé y esperé.

Pasó el tiempo y miraba la puerta esperando verla venir. Nunca salió, nunca le hablé, nunca la tuve cerca, no supe como era su voz y ni siquiera le toqué una mano. Cuando me convencí que me había ilusionado tontamente, me retiré con una gran frustración y jamás quise volver a buscarla, ni indagar por qué me había dejado plantado.

Cuando mi amigo me preguntó por ella el lunes siguiente, simplemente le cambié de tema y desde esa lejana época supe que el tiempo todo lo cura. Mis primeros pininos de seductor fueron un fiasco. 

HUGO RINCÓN GONZÁLEZ

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