El país de la papaya

Juan Carlos Aguiar

En 1994 la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, compuesta por los 10 principales científicos e intelectuales del país, entre ellos Gabriel García Márquez, le entregó al presidente de entonces, César Gaviria, un diagnóstico abrumador sobre nuestra realidad y una hoja de ruta para que Colombia saliera de la encrucijada violenta en la que llevaba anclada varias décadas.
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Tras meses de reflexiones la salida era una sola: Educación. Crear el ambiente idóneo para que, desde la ciencia, la cultura y las artes, se formaran los colombianos, haciéndoles entender que el futuro estaba en sus manos y que todo era posible para superar la malicia que nos caracteriza desde la conquista, y que tanto daño nos hace como sociedad. Mejor no lo pudo escribir Gabo en su ensayo “Por un país al alcance de los niños”, que anexaron al documento oficial. “Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan”, escribió el Nobel de Literatura. Desde entonces han pasado más de 25 años y no hemos sido capaces de comprender que si no cambiamos, entre todos, nuestra historia se repetirá hasta que desaparezcamos igual que Macondo. Crecimos sintiéndonos orgullosos de inventar el decimoprimer mandamiento “No dar papaya” y el decimosegundo “No desaprovecharla”, como si eso nos hiciera una mejor sociedad. Nos creemos más astutos que el vecino y buscamos siempre ganar sin importar cómo lo hacemos. En ese periplo de nuestra historia hemos justificado muchas cosas que nos destruyen como nación. Damos dinero a los policías que quieran recibirlo para perdonar nuestras faltas; hacemos trampa para lograr nuestros propósitos; evadimos las filas como si fuéramos superiores; señalamos a los narcotraficantes mientras aceptamos beneficiarnos de sus dineros malditos; creemos que la violencia de uno u otro lado está bien cuando se trata de apoyar nuestros ideales; nos permitimos entender que el vandalismo, los disparos, los asesinatos y hasta las masacres, tienen una razón válida de ser, aplicando esa vieja tesis de Maquiavelo de que “el fin justifica los medios”.  Desde el 28 de abril se inició una nueva batalla entre colombianos que se señalan, se descalifican, se atacan. De los mensajes en redes sociales se pasó a las marchas buscando cambios que no hemos sido capaces de exigir en las urnas cuando los políticos, como mansos corderos, buscan nuestro beneplácito, sin que entendamos que esos mismos padres de la patria no han estado a la altura de las circunstancias. Ninguno se salva. Protestas, aunque no tan crudas y descarnadas, de mucha menor intensidad a la que enfrenta Duque, tuvieron Santos, Uribe, Pastrana, Samper y una larga lista que refleja nuestras frustraciones por una desigualdad social, rampante, en uno de los países con mayores riquezas naturales del continente. En 2019, otros 45 expertos, le presentaron, al ahora presidente Iván Duque, una nueva hoja de ruta que, en resumidas cuentas, busca lo mismo que la de 1994: hacer de la educación, para niños y adolescentes, la principal herramienta para romper las brechas que separan a ricos y pobres y que alimentan nuestra violencia cíclica. O aprendemos de nuestra historia o esta nos embestirá como un gigantesco monstruo que nos sumergirá en nuestra propia miseria, recordándonos que al igual que las generaciones pasadas, no fuimos capaces de superarnos, mientras seguimos atrapados en discursos de castrochavismo, sin entender que la corrupción a cualquier nivel, de las clases dirigentes o empresariales, es el cáncer que nos consume. Solo hay que recordar escándalos como Chambacú, Colpensiones, Reficar, Saludcoop, Foncolpuertos, Dragacol, AIS, Odebrecht, para descubrir el sifón por el que se fueron los billones de pesos que debieron ser destinados a la educación de nuestro país, para que no demos papaya y nos sigan robando tan de frente.

JUAN CARLOS AGUIAR

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