Por caridad

Juan Carlos Aguiar

Al ver su cuerpo menudo, de casi 60 años, era imposible imaginar su fortaleza física y mental.
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Maritza de la Caridad Mendoza nació en Cuba donde vivió hasta hace dos años, cuando escapó de un régimen que oprime las libertades hace seis décadas. Ella, no vivió la época de bonanza que recuerdan los mayores, cuando los dólares circulaban sin restricción. Es más, no sabe que es bonanza porque nunca la ha vivido.

Llegó a Uruguay en busca de futuro para sus dos hijos mayores de 20 años. Son grandes, fuertes y orgullosamente negros, como ella, quien a pesar del paso inexorable del tiempo los ve como a sus dos pequeños. Ahí, donde vive un primo, fueron libres por primera vez, pero las oportunidades les fueron esquivas, como sucede con muchos inmigrantes en el planeta. La falta de un estatus legal les arrebató posibilidades de empleo y, una vez más, al bajar un poco la intensidad de la pandemia, emprendieron camino.

Los conocí en el albergue San Vicente, en la provincia del Darién, en Panamá. Llevaban más de un mes de haber salido de Uruguay y luego cruzar Brasil, Paraguay, Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia.

Dicen, quienes han cruzado a pie el Tapón del Darién, que es el infierno con escarpadas montañas, llenas de árboles de más de 70 metros de altura, y separadas por agrestes ríos, que hacen casi imposible alcanzar la meta. El hombre con su tecnología no ha sido capaz de unir allí la Panamericana, que comienza en Alaska y termina en Tierra de Fuego, Argentina, pero miles de inmigrantes, como ellos, retaron a la naturaleza y lo lograron. Muchos otros han muerto y sus cuerpos fueron olvidados. 

Me senté con ella en unas bancas de madera, rodeados de centenares de haitianos que también buscan llegar a Estados Unidos, para dejar en el pasado una miseria que los agobia y no da tregua. Con una sensación térmica de más de 40 grados centígrados y una humedad que ahoga, me contó su odisea mientras yo realizaba unos reportajes para Univision, sobre la crisis humanitaria en Bajo Chiquito, un poblado de 200 indígenas Emberá, que, en los días de mayor congestión, llega a tener más de mil inmigrantes de muchas nacionalidades, que arriban con sus cuerpos y almas destrozadas por el esfuerzo y la desesperanza.

Maritza de la Caridad me miró a los ojos y me confesó, con temor, que en Colombia fueron engañados y extorsionados por policías que envilecen la institución que representan. En Cali les exigieron un millón de pesos para dejarlos continuar; en Medellín les quitaron otra cantidad de dinero en dólares; y, en Necoclí, Urabá antioqueño, los intimidaron para que no alcanzarán su destino.

La mire con una mezcla de rabia, dolor e impotencia. ¿Cómo explicarle a esta cubana que no todos los colombianos somos así? Se lo dije sencillo y con una vergüenza ajena que, con seguridad, ella sintió. Me respondió con una mirada generosa, bella y silenciosa, que me desarmó. Otros inmigrantes que entrevisté, en la que es la mitad de su travesía, me lo confirmaron: fueron víctimas o conocieron testimonios de quienes también cayeron en las garras de unos pocos inescrupulosos que enturbian el nombre de la Policía de Colombia, que tanto honor nos ha dado en su lucha contra el narcoterrorismo.

Lo más preocupante es que no existe voluntad política e institucional para depurar las filas. Cambian el color del uniforme, como si el maquillaje fuera suficiente, sin entender que la ética y la moral son lo único importante para portar las armas y la bandera del Estado. Mientras estos hombres y mujeres no entiendan que ellos deben ser sinónimo de transparencia, personas como Maritza de la Caridad Mendoza seguirán desconfiando de nuestra policía.

 

JUAN CARLOS AGUIAR

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