Camilo Pérez Salamanca le dijo adios a papelonga

libardo Vargas Celemin

Cuando Camilo decidió dedicarse a la literatura y al periodismo, creó su propio pueblo para contextualizar su obra, así como lo habían hecho otros autores universales.
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Papelonga se convirtió en el centro de sus historias. De niño había presenciado los bombardeos que se desgajaban sobre los cultivos en las laderas de China Alta, una vereda de la ciudad de la música, al igual que las historias que contaban sus vecinos sobre los asesinatos llevados a cabo por grupos irracionales que llevaron a ese niño campesino al exilio en su propio país.

Papelonga apareció en los primeros escritos de Camilo, hasta mutarse en un pueblo grande, donde la música, el fútbol y la Historia lo atraparon, mientras se rebuscaba la vida en oficios modestos para poder estudiar. Desafiando su timidez encontró a Carlos Orlando Pardo Rodríguez y otros amigos que le brindaron la posibilidad de participar en las tertulias y reuniones de una generación entusiasta, que vio en la literatura, un camino hacia la derrota del anonimato y una fórmula para rescatar los testimonios de su infancia y su juventud salpicada por la violencia.

La sed de conocimiento lo trasformó en un autodidacta incansable. Fue maestro de escuela y de allí saltó al periodismo, donde hizo de la crónica, la herramienta perfecta para destacar a tantos seres ignorados, darles voz y cuerpo, mediante sus textos que aparecieron en páginas de revistas, periódicos y boletines o esparcidos por las ondas de las emisoras locales. Entre tanto fue publicando cuentos, novelas, poesías, crónicas, investigaciones sobre del periodismo en el Tolima y, tantas otras obras que fueron enriqueciendo su capacidad narrativa, con la que obtuvo varios reconocimientos locales y nacionales.

Pero con el paso de los años Papelonga se hizo ciudad: “Yo amo a la ciudad que escogió Jorge Isaacs para morir; Germán Pardo García para nacer y Maqroll, el gaviero, para partir hacia los mares del mundo”, escribió en un poema. Se dedicó con entusiasmo a hurgar en archivos, hemerotecas, bibliotecas, y a conversar con generaciones pasadas, para encontrar los datos y las anécdotas que le permitieron reconstruir la historia de su ciudad, mientras Idaly, su esposa, le atendía sus quebrantos de salud y fungía como secretaria y Carlos Vladimir, su hijo menor, hacía de lazarillo y lo llevaba a la cita con la diálisis. “El Quinteto de Ibagué” fue su máxima obra histórica. Por sus cinco tomos deambulan los “Inquilinos del novecientos”; “Los exiliados (que) no izan las banderas”; “La primavera de los inocentes”, “Las trampas del horror”, todo como una forma, “Para contarle al olvido” la historia de los “Héroes sin pedestal”. Solo se espera que Papelonga, su ciudad,  le brinde el mejor homenaje a quien recién le dijo adiós definitivamente: leer sus textos.

LIBARDO VARGAS CELEMIN

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