Víctimas en La Habana

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Poner fin a una guerra de cincuenta años no es fácil. Padecemos un conflicto crónico, degradado, tremendamente injusto con los civiles y, como dice Gonzalo Sánchez en el libro “Nuestra guerra sin nombre”, cada vez más criminal, pero también cada vez más político.

La interacción entre narcotráfico, poder y territorio hace de nuestras violencias –así en plural- uno de los fenómenos más complejos de la historia latinoamericana reciente.

Esa espiral explica la diversidad de nuestro universo de víctimas. Probablemente no hay otra guerra o dictadura en el mundo que haya alcanzado a tantos segmentos de la sociedad. Ricos y pobres, campesinos y citadinos, mujeres y hombres han sido tocados por la tragedia.

Ahora bien, esto no significa que todos han sufrido de la misma manera o que la barbarie fue aleatoria. Por el contrario, las atrocidades se ensañaron en forma diferenciada con ciertos grupos poblacionales.

Sobre todo, fueron tremendamente intencionales y calculadas. Tuvieron una lógica: sembrar terror, enviar mensajes al enemigo o controlar la vida de la gente.

La pluralidad también alcanza a los victimarios.

Guerrillas, paramilitares y agentes del Estado asesinaron, violaron, secuestraron, desplazaron y desaparecieron por igual, pero no de la misma forma, ni a las mismas personas. Sus lógicas les llevaron a definir sus enemigos y a crear sus propios repertorios de violencia.

De ahí la necesidad de representar todo ese universo de víctimas en el proceso de paz más prometedor que ha visto el país desde el surgimiento de las Farc, en 1964.

Las víctimas de la Fuerza Pública están en la mesa porque el gobierno también. Las del paramilitarismo porque ese fenómeno, tal como se conoció, no hubiera sido posible sin la anuencia del Estado. Y las de las Farc, por razones obvias.

El país necesita reconocer a todas las personas afectadas por el conflicto, sin importar el victimario. Ese debe ser el consenso ético mínimo para cualquier transición justa.

Credito
CARLOS LOZANO ACOSTA

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