¿Nos duele “el verde” en Ibagué?

Manuel José Álvarez Didyme

En los años que llevo pergeñando columnas, varias en los medios locales, he formulado no pocas invitaciones semejantes a esta, las cuales, como fácilmente se puede advertir, han caído en el vacío de la indiferencia general.
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No obstante, sigo aspirando y esperando que la persistencia e “intensidad” puedan terminar algún día por dar frutos al encontrar un grupo de conciudadanos, un alcalde sensible al tema o una entidad que, coincidiendo conmigo, opte por aceptarlas y llevar a cabo una decidida acción al respecto.

Me refiero al injusto daño que por lustros se le viene causando a la vegetación del entorno montañoso, sin que se tomen medidas para su conservación, al igual que el deplorable estado en que se mantiene el arbolado que orna la ciudad en los parques, en algunas avenidas que lo poseen o en los barrios en donde aún perviven algunas especies si bien descuidadas y mal tenidas, por efecto del negligente aprecio que los habitantes de este musical villorrio sienten por su hábitat.

Lo que ha convertido a Ibagué, después de haber sido una ciudad verde, pluviosa y de clima medio, propicio para las flores y la exuberante vegetación -como lo reseñó en su época el barón Alejandro Von Humboldt y lo ilustran algunas imágenes de tiempos pasados-, en una urbe calurosa y seca en la que comienzan a mermarse, ya de manera perceptible, las fuentes de agua, incluyendo a “ese poeta que enseñó en sus cantos, a velar con sonrisas esotéricos llantos (...)”, como en su poema insignia: ‘Sangre’ nuestro raizal vate, Martín Pomala, calificó al río de la ciudad, el Combeima.

Claro que cuando de ilustrar guías turísticas, escenarios alusivos y hasta las festivas carrozas del “folclor” se trata, ahí sí se recurre a la naturaleza como primer símbolo de identidad, sobre todo al nevado pese a estar cada vez más ralo y sin nieve, al renaciente mango que con esfuerzo digno de mejor causa se levanta frente al palacio de gobierno departamental, o a los carboneros, cámbulos y ocobos florecidos, destacando estos últimos como lo más notable de Ibagué, igual a como lo hacen Tokio y Washington con sus cerezos en flor.

A fin de que quienes no han tenido oportunidad de llegar aún hasta esta capital, crean que de venir, van a quedar arrobados con la visión de una urbe rodeada de montañas de abigarrado bosque, con árboles de multicolores flores en sus calles y parques, con lo que se trata de vender la irreal figura de que los habitantes de este solar somos amantes de la naturaleza y la cuidamos con curia, cuando lo cierto es que por doquier agoniza o muere víctima de aquellos que la ven como un elemento que estorba y molesta, al punto que hasta los antejardines han sido “primorosamente encementados”.

Y mientras tal cosa sucede, nadie hace nada para evitar tan desoladora situación: ni usted,  ni yo, ni los ecologistas, ni la comunidad, a través de sus diversos estamentos ¿O cuántos planes de reforestación se han adelantado de manera técnica y calculada entre nosotros?

 

MANUEL JOSÉ ÁLVAREZ DIDYME DÔME

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