Una crisis que enseña

Rodrigo López Oviedo

Cuando las clases dominantes de un país no encuentran la manera de dirimir sus problemas por las buenas o de afrontar la inconformidad social pacíficamente, los relevos presidenciales por fuera del orden constitucional se convierten casi que en su única tabla de salvación. Así viene ocurriendo en Perú, país que, en los escasos veintidós años que van corridos del presente siglo, ya ha visto desfilar diez gobernantes, a los cuales se suma ahora Dina Boluarte, la cara visible del golpe contra Pedro Castillo.
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El primer defenestrado, Alberto Fujimori, tuvo que abandonar el gobierno cuando aún le faltaban ocho meses para completar su segundo mandato, al cual había llegado mediante un autogolpe. Lo sucedió Valentín Paniagua, hombre que abrió un período de relativa paz electoral, durante el cual desfilaron por la presidencia Alejandro Toledo, Alan García y Allanta Humala. Con Pedro Pablo Kuzcinski, sucesor de Humala, regresó la inestabilidad. Su gobierno solo duró 20 meses y para cubrir los 40 restantes se necesitaron tres presidentes más, Martín Vizcarra, Manuel Merino y Francisco Sagasti, luego de los cuales entró en escena Pedro Castillo, depuesto tras 26 meses de incesantes crisis.

Por lo que ha sucedido con varios de estos presidentes, pensaríamos que en Perú sí opera la justicia, no importa el rango de quienes infrinjan la ley. Así lo evidencia el que Fujimori, Toledo, Humala y Castillo se hayan visto recluidos en prisión, y que Alan García prefiriera borrar su deshonra con una bala en la cabeza, antes que padecer la indignidad de la cárcel. Allí sí caen los peces gordos. Entre nosotros, son muchos los Uribes que deberían estar corriendo la misma suerte.  

El argumento que ha servido para justificar los anteriores golpes y rejas ha sido fundamentalmente el de la corrupción: corrupción económica o corrupción política, pero siempre la corrupción. Sean ciertas o no las sindicaciones que se presentaron en cada caso, lo cierto es que el de Pedro Castillo es distinto. El argumento presentado para la destitución y apresamiento de que hoy padece fue el de haber cerrado el Congreso. En realidad, tales medidas no fueron más que el punto final del sistemático hostigamiento político a que fue sometido por tener planes de gobierno contrarios a los intereses del gran capital, y no el castigo por tal cierre. Igual se hubieran tomado por cualquier otro motivo, pues a ello estaban determinadas las castas oligárquicas de nuestro hermano país, como lo están las del nuestro, por más que se presenten como un dechado de virtudes de civilidad y democracia.

Los peruanos están en las calles enfrentando a esta nueva dictadura. A nosotros también puede tocarnos. Debemos prepararnos.

 

 

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RODRIGO LÓPEZ OVIEDO

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