Otra vez el ritual del incremento salarial

Rodrigo López Oviedo

Al igual que en todos los diciembres anteriores, estamos ante el ritual obrero patronal que ha de definir el salario mínimo para el nuevo año.
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Se trata de un evento tan repetitivo que no habría por qué tocarlo si no fuera por la inmensa expectativa que causa entre empresarios y trabajadores: los primeros, siempre deseosos de que el salario que se fije no les desacelere el ritmo de crecimiento de las ganancias a que están acostumbrados, y, los segundos, justificadamente interesados en recuperar el poder adquisitivo que pierden cada día, debido al encarecimiento constante de su subsistencia.

La representación empresarial ante la Comisión de Concertación Laboral siempre ha querido que el incremento sea mínimo. Y se escudan en el fementido propósito de garantizarles a los trabajadores el puesto de trabajo que tanto requieren para sobrevivir. Con un aumento mayor, según dicen, no podrían cumplir tan filantrópico objetivo, lo cual elevaría grandemente el nivel de desempleo y la informalidad. Estos señores argumentan, además, que los salarios deben dejarse flotar libremente al ritmo de la oferta y la demanda, ya que, como remuneración inherente a una mercancía que se llama fuerza de trabajo, hay que dejar que su suerte corra por cuenta de las leyes del mercado.

De acuerdo con estos “defensores” del proletariado, los trabajadores no deberían reclamar altos incrementos, ni el gobierno secundarlos en esa posición. Más bien, este debe mirar al campo laboral en su integridad, pues por estar defendiendo a los menos, los privilegiados que cuentan con un trabajo formal, puede desestimular la creación de empleo y dejar al garete a los  que carecen de él.

Estos señores, si fueran honestos, deberían formular sus planteamientos mirando hacia otros paisajes, como son los del otro lado del charco, en los cuales existen economías pujantes, sectores empresariales con tasas de ganancia razonables, niveles de vida dignos, y todo porque hay un sector laboral bien remunerado, es decir, con alta capacidad de consumo, lo cual estimula la actividad productiva y la generación de empleo.

Obviamente que el panorama descrito no es en realidad tan íntegramente placentero; pero cualquiera que haya estado en alguno de aquellos países puede dar fe de lo superior que es la calidad de vida de sus habitantes, comparada con la que aquí tenemos. Y no porque seamos brutos, corruptos, violentos o perezosos, sino porque, a diferencia de sus costos de producción y de su rentabilidad empresarial, los nuestros no están basados en la eficiencia, sino en un grado mayor de explotación laboral, evidenciado en menores salarios y en una aberrante separación entre ricos y pobres de las más grandes del mundo.

Rodrigo López Oviedo

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