¿Cuántos árboles nos quedan?

Polidoro Villa Hernández

Somos una sociedad hipócrita en nuestra relación con la naturaleza: Declamamos delicados poemas y cantamos sentidos bambucos al río maravilloso, y lo profanamos con aguas negras y con descuartizados; exaltamos y convertimos en símbolo la montaña nevada, y somos indiferentes a la quema de los centenarios frailejones de sus páramos ¡para sembrar papa!; celebramos con los niños un ‘Día del Árbol’ para que un dignatario encorbatado siembre un arbolito enclenque, y los otros 364 días mostramos a los pequeños en la TV talas arboricidas de bosque nativo. Y la tierra estéril y el calor aumentan.

Hizo bien el EL NUEVO DÍA en darle despliegue a la venta de los terrenos de lo que fuera la admirable Escuela Agronómica de San Jorge, para dedicarlos a proyectos inmobiliarios. Es saludable que la comunidad se entere y reflexione sobre qué tanto contribuye al bienestar y calidad de vida de la gente, el ‘progreso’ que cubre con cemento el escaso verde que aún queda en nuestro estrecho perímetro urbano, cuando en otras capitales colombianas rescatan y crean nuevas zonas verdes.

En el pasado, para amortizar su entrada al cielo, devotas y desprendidas familias donaban sus propiedades a las comunidades religiosas. Lástima que estos boscosos terrenos no hubieran revertido a Ibagué para crear un gran parque que llevara el ecológico nombre salesiano de “Don Bosco”. Perdimos el aire puro de la otrora hermosa alameda que llevaba a la entrada de la escuela, pero no el recuerdo del lago de los lotos dónde pescábamos carpas que sobrevivían muchos días en la alberca de la casa. Lo bueno es fugaz.

Es sombría la supervivencia de una sociedad dónde un horroroso árbol chino artificial de Navidad, ajeno a nuestra tradición, vale más que uno natural que da flores y frutos. Jamás podremos ufanarnos, como los suecos, de tener un árbol para reverenciar que tiene nueve mil 950 años. Aquí, en cambio, a los arbustos protectores del suelo les decimos ‘maleza’, calificativo que sí merecen los politiqueros.

Alguna vez pregunté a un ingeniero forestal -contratista de una entidad ‘protectora del medio ambiente-’, porqué seguían peladas las montañas en un municipio si los informes registraban miles de plántulas de árboles sembradas en sus laderas. Me respondió: “Sí se siembran, pero se olvidan”. Un árbol es como un hijo, para que sobreviva y crezca, hay que cuidarlo.

Es hora de que los arquitectos posmodernos comiencen a diseñar una gran burbuja de vidrio y siembren debajo bonsáis, para que los biznietos de los actuales urbanizadores tengan la dicha de tocar un árbol.

Los que arrasan la naturaleza por codicia, deberían cavilar sobre la profecía de los indios Cree: “Sólo después de que el último árbol sea cortado. Sólo después de que el último río sea envenenado.

“Sólo después de que el último pez sea apresado. Sólo entonces entenderás que el dinero no se puede comer”.

Comentarios