Que en los últimos ocho años las autoridades hayan conocido de hechos delincuenciales en los que han participado cuando menos 15 mil 249 menores de edad, es una cifra que, hace ya un buen tiempo, debería haber puesto en alerta a las autoridades, y haber provocado la implementación casi que inmediata de acciones concretas tanto en la identificación de estos muchachos, como en su atención integral, no tanto de índole penal en correccionales que suelen agravar la situación, sino en la identificación de sus problemas y la implementación de las soluciones.
Los menores no deben ser considerados como simples delincuentes y pensar que se cumple con la sociedad al ejercer la obligación punitiva que le corresponde al Estado con remitirlos al sistema judicial y las correccionales que carecen del personal, los recursos y el enfoque necesario para recuperar y resocializar a estos jóvenes. La acción estatal que debe recaer sobre estos menores de edad es la de establecer sus condiciones de vida y trabajar intensamente en su dignificación, en primer lugar con sus propias familias, y en segundo lugar con su inserción en el sistema escolar, en el propósito de que encuentren en la educación la salida definitiva al mundo del delito en el que ahora se encuentran.
Las familias disfuncionales, el abandono, el abuso, la falta total de oportunidades en todo sentido, el ocio improductivo, la pobreza extrema, entre otras cosas, son realidades de vida para estos menores, de las que ellos no son responsables, sino víctimas, por lo que frente a ellos la sociedad debe hacer más bien un reconocimiento de su responsabilidad, en lugar de ejercer una presión extra y someterlos a la marginalidad, la violencia, el encierro, es decir, castigarlos por recurrir al mundo del delito al que, muchas veces sin otra opción, los lleva la misma sociedad.
Cientos de miles de menores de edad en todas las ciudades del país viven hoy en medio de comunidades con niveles extremadamente altos de conflictividad, en las que todo tipo de ilegalidad termina siendo la más tentadora oferta que encuentran estos jóvenes, lo que, claro está, acorta drásticamente el camino hacia la delincuencia, el vicio, la cárcel o la muerte trágica y prematura. La sociedad y el Estado están en la obligación de atender con humanidad y determinación, y no con desprecio y represión a estos muchachos, y ofrecerles vías ciertas y posibles de salida hacia futuros prósperos, dignos y edificantes.
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