Un libro o un hijo en Locópolis

Columnista Invitado

Por alguna extraña razón, me agrada caminar por la carrera Séptima de Locópolis. Es una misteriosa combinación de un pasajero sosiego de las tensiones cotidianas con la sensación de igualdad que induce el anarquismo del centro de la ciudad. Allí es posible encontrar ‘almacenes ambulantes’, mientras decenas de locales se arriendan o se venden. Avisos que se repiten por toda la ciudad como una confesión entre el atolladero económico y la desesperanza.
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Es tal el retroceso histórico de la urbe que nunca su arteria principal había estado más a merced de los delincuentes, los jíbaros y los explotadores sexuales de niños. En el día, cuando es posible transitarla, algunos vendedores callejeros ofrecen formidables libros de segunda a precios irrisorios.


En ocasiones los adquiero, pero el otro día me abstuve de comprar un magnífico libro. Recordé las veces que he tenido que salir expulsado de Locópolis, capital de Locombia.


La primera vez, en 1998, fue a México, no precisamente expulsado, sino para estudiar. Haber vivido en el pragmatismo de cuartos lúgubres y camas arrendadas no dejó más alternativa que abandonar la biblioteca que con esfuerzo había levantado. La chaladura, con el sobrenombre de patriotismo, me trajo de vuelta a Locombia, desde la España de Aznar, en el 2002, cuando los colombianos acaparábamos la crónica roja de los informativos ibéricos.
Desde entonces, de fondo no mucho cambió.

Pese a que mejoraron las condiciones materiales del país, obedeció en lo fundamental a la ‘lotería’ de la bonanza de las materias primas, sin una apuesta de largo plazo. Aun en los mejores momentos, el país no dejó de expulsar compatriotas, algunos con tan mala conducta que en Chile convocaron una marcha contra los colombianos.


Volví a saber lo que era migrar en dos nuevas ocasiones, abandoné enjutas bibliotecas e insistí en regresar a Colombia, renunciando incluso a un trabajo en un organismo internacional. Es que el patriotismo puede convertirse en enfermedad incurable.


Claro que, a falta de paz, en Locombia se sacralizó el Acuerdo de Paz, aunque se seguía haciendo y se hace la guerra. Cuando se agotó la bonanza de las materias primas, se haló del endeudamiento y luego vino la pandemia. En septiembre de 2020 escribí que una vez se abrieran las fronteras habría riesgo de una desbandada de coterráneos. La frontera con Estados Unidos refleja ahora parte del éxodo.


Es que Locombia es ciertamente una mala madre. No porque haya pobreza, ricos egoístas o ausencia del Estado. No. El problema es por la imposibilidad de confiar, la trampa y la corrupción, lo que abate cualquier residuo de civismo. Es de tal dimensión el absurdo y la desgracia colectiva que ni en los gobernantes se puede confiar.

La regidora de Locópolis, famosa por divertimentos anticorrupción, encubre el desastre citadino con mayor demagogia y exageración histriónica. Nada más efectivo.


Recuérdese que es una sede de la negación de todo principio, en la que los asesinos desmiembran a sus víctimas; una urbe segregada, en la que millones sufren y mal viven, con kilómetros a la redonda por donde no se puede circular porque sería un acto de suicidio.


Como si no fueran suficientes los males, Locombia erigió recientemente un timonel que se apuntala como intelectual, hasta con ademanes prosopopéyicos, pero en realidad con una enorme confusión mental y en dirección a puertos imaginarios.


Así que, infortunadamente, como preferí no comprar un libro, pienso que menos aún podría tener un hijo; en cualquier momento saldría expulsado de Locópolis o Locombia. Las nubes grises del horizonte anticipan no pocas tormentas.

JOHN MARIO GONZÁLEZ

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