De Benedetti y otros demonios

Guillermo Pérez Flórez

La entrada en escena de Armando Benedetti como consejero presidencial es un enigma envuelto en un acertijo.
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¿Qué hecho, razón o circunstancia lleva al presidente Petro a designar a un personaje tan cuestionado y desprestigiado para asesorarle en su relacionamiento con el Congreso de la República? ¿Qué puede hacer él que no pueda lograr el habilísimo ministro Juan Fernando Cristo? ¿Cuál es su valor agregado?  

Esa es la primera incógnita. Por otra parte, ¿es consciente el Presidente del daño que esta decisión le hace tanto a su imagen como al proyecto reformista? Con tal nombramiento, nadie, salvo el mencionado asesor, gana algo. Tanto es así que la vicepresidenta Francia Márquez, sus ministros más leales y algunos senadores del Pacto Histórico se han atrevido a marcar una prudente distancia. La pregunta es si este distanciamiento se mantendrá o si evolucionará hacia fricciones que podrían causar serios desencuentros.  Las especulaciones sobre las razones detrás del nombramiento son diversas, todas inquietantes. Ha obligado al país a revivir los explosivos audios que Benedetti envió en su momento a Laura Sarabia y que, a la luz de los acontecimientos actuales, resultan aún más turbios. Muchos se preguntan cuál es la moneda de cambio. ¿El silencio? Este episodio es inexplicable, y la responsabilidad de aclararlo recae únicamente sobre el presidente Petro, quien hasta ahora ha guardado un inquietante mutismo.  

Parece que existe un error de apreciación en las altas esferas del gobierno: creer que fue el “petrismo” el que los llevó al poder. Nada más alejado de la realidad. El triunfo electoral de Petro no fue obra exclusiva de sus bases militantes, sino de un amplio espectro de ciudadanos que cálculos electorales apostaron por un proyecto reformista que trasciende a la figura del Presidente. No se equivoquen: su elección fue producto de viejos anhelos de transformar a Colombia en un país más justo, incluyente y moderno. Anhelos acumulados durante generaciones, por ciudadanos que han aspirado a la renovación de las costumbres políticas y a desterrar el clientelismo y la politiquería, por lo cual entregaron su vida Galán y Lara. Fueron impulsados por personas que creyeron en los ideales del M-19 de Bateman y Pizarro, no en el de Olmedo y otros oportunistas que hoy ocupan cargos en el Gobierno. También por líderes liberales y conservadores que abandonaron los cascarones de sus viejos partidos, seducidos por la promesa de un cambio, así como por ciudadanos sin afiliación política, deseosos de dejar atrás un país tradicionalmente plagado de privilegios despóticos, prácticas feudales y visiones dinásticas. Bastaría leer a Rafael Gutiérrez Girardot para entenderlo.  

Este diagnóstico se agrava con otro desacierto: el nombramiento de 18 exjefes paramilitares como “gestores de paz”. Entre ellos, Hernán Giraldo Serna, alias “El señor de la Sierra” o “El Taladro”, conocido por su historial de abusos sexuales contra menores de edad en la Sierra Nevada. Condenado inicialmente a 40 años de prisión, su pena fue reducida a ocho años tras acogerse a Justicia y Paz, al haber confesado 716 crímenes que dejaron más de 10.600 víctimas. Giraldo reincidió en delitos contra menores y fue expulsado de esa jurisdicción. El modelo de negociar la ley con los peores criminales ha fallado y refuerza una vieja creencia: “La justicia es para los de ruana”. La tan promocionada “paz total” parece cada vez más un espejismo inalcanzable, que genera indignación y escepticismo. Ni siquiera con el ELN hay avances significativos. Estos, desafortunadamente, no son los únicos demonios que rondan el Gobierno. No hay porqué tragarse tantos “sapos”. 

 

Guillermo Pérez Flórez

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