En busca de los delfines rosados

Los aborígenes de las riberas del Amazonas prohíben a sus mujeres acercarse al río cuando tienen la menstruación. Temen que sean secuestradas por los delfines rosados, llevadas a su reino subacuático y convertidas en esclavas sexuales.

La leyenda dice que un hombre blanco, apuesto y desconocido, cortejó a una adolescente indígena dejándola embarazada y cuando la comunidad a la que pertenecía la joven reaccionó airada, el extraño, temiendo por su vida, huyó hacia el río y se lanzó a sus turbias aguas. En ese momento se transformó en un imponente y hermoso delfín rosado. Pocos días después,  la futura madre desapareció para siempre.

En mis frecuentes jornadas de buceo en el mar, he tenido la oportunidad de avistar e interactuar con los delfines, los que, en la mayoría de las veces,  se han mostrado amistosos y poco esquivos. Siempre ha sido para mí una obsesión el mito de los delfines rosados del Amazonas. ¿Tendrán el mismo comportamiento de sus pares marinos? ¿Me permitirán acercarme a ellos? ¿Serán agresivos?

Con estos interrogantes rondando en mi cabeza me desplacé en días pasados al Parque Nacional Natural Amacayacu en plena selva amazónica, dispuesto a “encarar” en su medio, es decir, en el agua, a estos mamíferos de singular belleza.

En Leticia, junto con otros expedicionarios,  abordamos la ‘voladora’ (canoas o lanchas rápidas) de Malaquías Castro y nos desplazamos por el imponente río Amazonas hacia el Occidente y después de casi dos horas de navegación, llegamos a las instalaciones del parque donde nos alojamos en las malocas habilitadas para el efecto por Aviatur, concesionaria del mismo. En su gran mayoría, los funcionarios y asistentes son indígenas, sobre todo de la etnia Ticuna.

En las riberas del Amazonas predominan los ticunas, los cocamas y los yaguas. Estos últimos son de piel mucho más clara que los de las demás etnias, algunos de cabellos castaños (casi rubios), con ojos de color verde aceituna, rasgos felinos, y se proclaman descendientes del jaguar. Se caracterizan por ser orgullosos, poco amistosos con los foráneos y son los que más conservan sus tradiciones. Desafortunadamente, el turismo que se practica en la zona ha influido mucho en las costumbres de estas etnias, a tal punto que algunas comunidades, como la de Macedonia, integrada por ticunas, han dejado de ser pescadoras-recolectoras y se dedican casi que de manera exclusiva a la elaboración de artesanías para satisfacer la demanda de los turistas.         

Algunos de sus propios líderes se preguntan si esto es bueno o es malo.

En el pueblo de Macedonia pudimos apreciar una danza ceremonial ejecutada por las matronas de la tribu, quienes, con sus atuendos tradicionales, con sus diademas de plumas multicolores, con rústicos tambores y con unas largas varas que en su base tenían una especie de cascabeles, entonaron hermosos cánticos en su lengua ancestral mientras bailaban al ritmo de sus instrumentos de percusión. Entre ellas se movía ágilmente una figura disfrazada de mono que de alguna manera estorbaba mi labor fotográfica. Cuál no sería mi sorpresa cuando ese mono, al final de la danza, se quitó la capucha y apareció uno de los rostros indígenas más hermosos que hayan podido apreciar mis ojos: la bella Esmeralda, de unos doce años de edad.  

En Macedonia contemplamos también, al final de la tarde,  extasiados y mientras algunos miembros de la comunidad procesaban la fariña, base de su alimentación y obtenida de la yuca brava, un lago colmado de Victoria Regia, el lirio o nenúfar más grande del mundo, algunos de ellos con su hermosa flor abierta, en el momento cumbre de su exhibición. Se dice que una Victoria Regia puede llegar a soportar el peso de una persona de hasta cuarenta kilogramos.

Dentro del área protegida (casi trescientas mil hectáreas de selva), pudimos hacer largas y extenuantes caminatas entre gigantescos árboles, especialmente ceibas, algunos de ellos con más de cuarenta metros de altura. En varios de estos ‘Goliats’ selváticos hay instaladas plataformas de avistamiento de aves, ubicadas a más de treinta metros de altitud. Una de estas plataformas está conectada a otra, a una distancia de unos cincuenta metros por un puente colgante o ‘tibetano’. A algunos turistas se les permite, con la asistencia de expertos indígenas entrenados en el izaje con cuerdas y el descenso en rapel, subir hasta esos excepcionales miradores de la selva, desde donde se contempla el dosel más verde y exuberante que se puedan imaginar. La travesía del puente ‘tibetano’, el que con cada paso se tambalea de lado a lado, es una experiencia gratificante para quienes les gustan los efectos de la adrenalina.

Navegando por el Amazonas más hacia el occidente, encontramos el municipio de Puerto Nariño, poblado en su mayoría por indígenas, pero con importante presencia de colonos. Es de una hermosura que corta el aliento. Se conoce como el ‘Pesebre Natural de Colombia’ y aunque tiene algunas vías endurecidas, sólo hay dos vehículos automotores: La ambulancia y el carro de la basura. Sus casas, en su gran mayoría de arquitectura indígena, se levantan entre los árboles. Por encima de sus techos vuelan algunas guacamayas silvestres de vivos colores azul y amarillo, acostumbradas a la presencia del hombre, y gustosas de que se les brinden las semillas de la patilla. En una de las calles de este bello pueblo vi la escena más arrobadora de esta expedición: una hermosa niña ticuna, de unos cinco años de edad, ataviada con una raída blusa roja y falda rosada, caminaba, frente a nosotros, con total naturalidad pero como si fuera una experta modelo, protegiéndose de los rayos del inclemente sol con una vieja sombrilla que combinaba perfectamente con su vestimenta. ¡‘Bocatto di Cardinale’ para nuestras afortunadas cámaras!

Todas las mañanas, a las cinco y media durante una semana, Jesús, un amable indígena ticuna, me recogía en su rústico bote y atravesábamos el Amazonas buscando la ribera peruana. Iba yo armado de aletas, careta, snorkel y cámara fotográfica sumergible. Fondeábamos en una plácida ensenada y, contra las recomendaciones de Jesús, quien me hablaba de pirañas, anacondas y caimanes, me tiraba yo al agua en busca de los delfines rosados.

Al principio, esquivos, lejanos, desafiantes, burlones, saltaban fuera del agua. Los jóvenes, de color gris, eran los más extrovertidos. Los adultos, de más de dos metros de longitud, con sus lomos rosados, se exhibían con más cautela. Con el pasar de los días, y creo que debido a mi perseverancia, se fueron acercando un poco más, pero de todas maneras manteniéndose a prudente distancia. En una escena maravillosa que evoca al Monstruo del Lago Ness en Escocia, tres delfines pasaron frente a mi cámara uno tras de otro pero como si fueran un solo animal, dando la apariencia de un largo y sinuoso lomo precedido de una puntiaguda nariz. En el postrero minuto de mi última jornada de buceo con los delfines, cuando ya estaba a escasos dos metros del bote de Jesús, sentí un fuerte golpe en mi pierna izquierda y segundos después el atronador resoplido de un gran delfín rosado que se despedía de esta poco delicada manera del intruso que los importunó durante varios días.

Me quedan en la memoria, grabadas indeleblemente, las imágenes de los enigmáticos delfines rosados, a quienes les prometí volver, y de los sobrecogedores amaneceres y atardeceres que tuve el privilegio de observar en esa gran ‘Serpiente sin Ojos’ como llama al río Amazonas el escritor colombiano William Ospina.

*Guía de Alta Montaña, buzo profesional, fotógrafo de la Naturaleza.

Credito
JORGE WILLIAM SÁNCHEZ LATORRE Textos y fotografías

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