Quiba: el rostro campesino de Bogotá

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Unas 300 familias viven de la agricultura y la ganadería en esta vereda del extremo sur de la capital del país. Pero todos los días la ciudad se extiende hacia ellas con ranchos de madera y plástico.

Limbania Vargas se detiene a recoger las uchuvas que crecen silvestres a la orilla de la carretera. Echa algunas en los bolsillos de su delantal y prosigue su camino hacia su casa, en la vereda Quiba Alta.

Mientras camina por una calle empinada, Limbania cuenta que es nacida y criada en esta vereda, al igual que sus padres y sus abuelos.

“Por aquí todos nos conocemos desde niños, casi no hay gente de afuera”, agrega.

Limbania tiene 73 años, pero aparenta sesenta y pico. Es menuda y trigueña. Vive en una casa amplia, de ladrillo, desde donde se divisan los montes cercanos. Junto a la casa montó una tienda con la que continuó la tradición familiar.

“Mi mamá tenía una tienda y con mis hermanos nos tocaba ir a Bogotá a ayudarle con el mercado. Lo cargábamos en bestias, por una trochita, pues no había carretera”, dice.

Tampoco había energía eléctrica y mucho menos teléfono. Las casas eran de paja y bahareque. En los días soleados, los habitantes de Quiba alcanzaban a divisar, difuso, el centro de Bogotá. Sin embargo, la mayor parte del tiempo la vereda permanecía rodeada por una neblina densa que apenas permitía ver los pastizales cercanos.

En esa época no tenían acueducto; y nadie pensaba que eso fuera una necesidad: podían recoger agua helada y cristalina con solo caminar unos cuantos pasos. “Había nacederos de agua por todos lados”, cuenta Limbania.

Ella forma parte de unas cuatrocientas familias que habitan en Quiba, en los cerros del Sur de Bogotá, en la parte alta de Ciudad Bolívar y en límites con Soacha.

Los habitantes de Quiba representan una cara desconocida de la capital del país: la Bogotá campesina. La principal ciudad de Colombia tiene unas 60 veredas dispersas en ocho localidades. La mayor parte está en la región del Sumapaz, algunas a más de cuatro horas en campero por carretera destapada.

Quiba tiene la ventaja de que la estación más cercana de Transmilenio está ubicada a unos 30 minutos en carro. Además, hace unas semanas comenzaron a llegar los buses azules del Sistema Integrado de Transporte.

A pesar de la cercanía con la ciudad, los habitantes de Quiba mantienen algunas de sus tradiciones. Una de ellas es la agricultura. Cultivan papa, haba, alverja y hortalizas. Esta tarde de sábado, por ejemplo, Jesús Beltrán y su padre, Pedro Luis, limpian un cultivo de papa, en el sitio El Armadillo.

Se roban el ganado

Jesús Beltrán utiliza un arado de hierro tirado por un caballo. “Es para aflojar la tierra”, explica. Su padre y un jornalero van arrancando la maleza con los azadones varios surcos más atrás.

Hasta hace unos dos años usaban una yunta de bueyes, pero los vendieron después de que a los vecinos les robaron dos de esos animales. “Ya no se puede tener ni una vaquita porque se las roban”, dice. Jesús Beltrán señala con su índice el camino de cascajo que pasa más allá del alambre de púas y explica que los ladrones de ganado se llevan las reses hacia el lado de Soacha: “Allá los pueden montar en camiones y sacarlos para cualquier parte”.

Los robos ocurren de noche. Los ladrones aprovechan que la temperatura a veces baja a menos de cinco grados y nadie se atreve a salir de su casa; y aunque lo hicieran, la zona es tan extensa que sería como buscar una aguja en un pajar, ¡a oscuras!

Los Beltrán esperan cosechar unos 80 bultos de papa dentro de cuatro meses, pero “todo depende de que llueva bonito”. Dice que el clima ha cambiado mucho y han perdido cultivos por la sequía.

Jesús y los demás habitantes de Quiba son hijos y nietos de los antiguos trabajadores de las inmensas haciendas que conformaban esta región. Eran predios de miles de hectáreas que pertenecían a tres o cuatro familias que las vendían por partes.

Uno de los que compró tierras en esta zona fue el poeta Jorge Rojas, fundador del grupo Piedra y Cielo. Aquí mencionan su nombre hasta el cansancio: que los pinos los trajo el poeta Jorge Rojas; que traía a sus novias a la casa de la hacienda; que sus tierras bordeaban las dos mil fanegadas, que organizó la mayor fiesta de que se tenga noticia en Quiba y sus alrededores, y que donó el terreno que hoy ocupan la escuela y la iglesia de Quiba Baja.

También dicen que el poeta, que además era abogado, porque no es muy común encontrar a poetas terratenientes, les vendió parte de sus tierras a los jornaleros y les otorgó grandes facilidades de pago.

Uno de los que cuenta esta historia es Salvador Vargas, hermano menor de Limbania. Salvador usa sombrero de fieltro. Es grande, fornido y de mano áspera y fuerte. Ha sido edil de Ciudad Bolívar y es uno de los principales líderes de la zona, un viejo zorro de la política local.

Vargas cuenta que la ciudad comenzó a crecer al pie de estos cerros a finales de los años sesenta. Eran invasiones muy bien organizadas. “Traían topógrafo, ingeniero y hasta abogados”, dice. Invadían un terreno y en cuestión de minutos levantaban centenares de ranchos de madera y plástico. Así se construyó la mayor parte de los cerca de 300 barrios que tiene Ciudad Bolívar.

EL DUEÑO DE LA LAGUNA

En los años siguientes, las faldas de los cerros que suben hacia Quiba se poblaron de decenas de barrios que hoy semejan colmenas de ladrillo desnudo, cuyos habitantes viven en su mayoría del comercio informal.

Salvador Vargas tiene una condición que lo hace un tanto irreal: Es dueño de una laguna. La laguna se llama El Chimborazo y está ubicada al final de una franja de tierra cubierta por el tapete amarillo de la flor de nabo, una planta que en Quiba cubre grandes extensiones, y que los campesinos venden en Bogotá para que los citadinos alimenten sus canarios.

La laguna está resguardada por una cerca de alambre de púas. Un aviso advierte que está prohibido el paso. Salvador Vargas explica que en una época fomentó la visita a la laguna entre los estudiantes del colegio veredal, pero luego comenzaron a llegar paseos de olla de docenas de muchachos de los barrios altos de Ciudad Bolívar. El lugar estaba convertido en un basurero el día que Salvador Vargas se presentó en su propiedad con una escopeta en bandolera y sacó a los visitantes. Desde entonces, la laguna de El Chimborazo solo está allí para admirarla y tomarle fotos.

A unos diez minutos en carro de ese lugar, por una carretera de cascajo de color gris, se encuentra Quiba Baja. Es el caserío principal de la región. Allí hay un colegio, una plazoleta adoquinada y una iglesia que solamente abre los domingos.

Esta tarde de sábado, se escuchan algunas rancheras en la cancha de tejo y en el piqueteadero de la calle principal. Victoriano Varela Pedraza, el setentón dueño de Tres Esquinas, el tomadero de cerveza más antiguo del pueblo, ubicado frente a la iglesia, se queja de la falta de clientela. Y para completar, dice, hace 15 días se fue medio pueblo para las fiestas de Pasquilla, otra vereda incrustada en medio del páramo, y él no pudo vender ni una cerveza.

Desde la banca de madera donde se halla sentado, Victoriano Varela Pedraza le da una ojeada al camino. Cuenta que la yegua, uno de sus bienes más preciados, se perdió desde esta mañana y ya son casi las cinco y no aparece. Sin embargo, el hombre no da muestras de ir a buscarla. Sigue allí, estático, con las manos debajo de la ruana. Se queja de que los negocios que compraron rockola, allá en la calle principal, se les llevaron a los mejores clientes. De nuevo mira el camino.

LOS MUERTOS AÚN BAJAN EN HOMBROS

“Esa berrionda debe andar buscando pasto más alto”, interviene su esposa, Elvira, una campesina de ruana y sombrero; caricolorada y risueña. Tiene un lazo en las manos. No es la primera vez que el animal se les pierde.

“Ayer también me tocó ir a buscarla hasta esos ocales”, dice Elvira, y señala las copas de los eucaliptos que se divisan a lo lejos, más allá de los pastizales y de un cultivo de habas. La mujer se acomoda un pañolón de lana y sale en busca del animal.

Victoriano Varela Pedraza cuenta que la proximidad con la ciudad ha ido cambiando las costumbres en Quiba. Ya ni siquiera pueden sepultar a sus muertos como lo hacían antes. Cuenta que hasta hace unos años velaban a sus muertos en la casa y, al día siguiente, bajaban el ataúd por una trocha hasta el cementerio de Bosa, en la parte plana del sur de Bogotá, al otro lado de la Autopista Sur.

El recorrido demoraba casi tres horas. Los amigos del muerto se turnaban para cargar el ataúd en una pequeña anda de madera, mientras los dolientes bajaban en procesión, entre el murmullo de padrenuestros y letanías.

Detrás venían los caballos con guarapo, ollas y costales de mercado. Después del entierro, los hombres buscaban leña y las mujeres preparaban el almuerzo en los pastizales de Bosa. Así, cada sepelio se convertía en una actividad comunitaria.

Pero Bosa y sus alrededores se colmaron de conjuntos residenciales. Las lomas de Ciudad Bolívar también se poblaron. Además, las autoridades sanitarias prohibieron velar a los muertos en las casas. Así, esa tradición se fue diluyendo entre los habitantes de Quiba. Victoriano Varela Pedraza cuenta que todavía bajan el ataúd al hombro, pero solo hasta las primeras calles del barrio Potosí. Allí lo recoge una carroza fúnebre.

A unos cincuenta metros del lugar donde se halla sentado Victoriano Varela Pedraza hay un muro de piedra que les sirve de mirador a los habitantes de Quiba. Desde allí se ven, ya no tan lejos, los últimos barrios de Bogotá. Donde antes había lomas y potreros, ahora se ve un reguero de casas a medio terminar y de ranchos de madera y tela sintética de color verde que avanzan hacia Quiba. Cada mes la ciudad se extiende unos cuantos metros. Desde arriba, los campesinos la miran avanzar y, a veces, hacen cuentas de cuánto tiempo más les durará la paz que hoy se respira en Quiba: “En unos quince o veinte años ya vamos a ser un barrio de Bogotá”, dice Victoriano Varela Pedraza.

Credito
COLPRENSA

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