Pido la palabra: Escándalos sexuales

Mucha gente adora de manera morbosa los escándalos sexuales, sobre todo en los países “desarrollados y primermundistas”

donde no es difícil encontrar una mujer candidata a doctorado en Harvard, sumamente brillante, casada y de muy buenas curvas y probablemente con unas dotes amatorias capaces de seducir a un miembro de la Guardia Real Británica, tal y como pasó con la señora Paula Broadwell y el exdirector de la CIA, David Petraus.

En nuestros países del Tercer Mundo los líos amatorios no escalan a dramáticos niveles por varias razones. La primera es porque resulta difícil reunir todas las condiciones mencionadas de la Broadwell en una mujer: la que es muy hermosa carece de doctorado y si lo tiene y es popular, carece de esposo, pues no es fácil para ellas que un hombre tenga el atrevimiento de conquistarlas.

Los nacionales somos algo cobardes para sostener relaciones con mujeres que ganen más que nosotros, sean más inteligentes, más atractivas y más populares; sino me creen pregúntenle a Shakira.


En segundo lugar, hay una distancia muy grande entre el atractivo de los dirigentes del tercer mundo y el de los dirigentes norteamericanos. ¿Qué mujer en sus cabales querría acostarse con Evo Morales? ¿Con Daniel Ortega? ¿Con Raúl Castro? Si hasta Hugo Chávez las deja frías.  


Podemos incluir a todos los vicepresidentes de Colombia desde Eliseo Payán en 1886 hasta Angelino Garzón, y verán que no son dignos de un affaire de esta naturaleza. Es cierto que el poder es seductor, pero tratándose de muchas de nuestros políticos, el poder tiene que hacer esfuerzos sobre humanos para volverlas atractivas.


No estoy afirmando que nadie quiera tener una aventura con alguno de nuestros preciados e inteligentes dirigentes, pero sin duda no sería una Barbie con doctorado.


Tal vez sería una mujer más nuestra, más latina, tipo Rigoberta Menchú, o una secretaria, o una prepago en Cartagena, o la señora de los tintos. Estas mujeres no representan un peligro para las figuras públicas y si hacen alguna escena de celos o reclamos como la Broadwell a la hermosa Jill Kelley, el episodio culmina con un ojo morado; sino me creen pregúntenle al Bolillo Gómez.

    
En cambio, ¿Qué mujer no querría acostarse con Bill Clinton? ¿Acaso no resulta sumamente atractivo Obama? Hasta el viejito Bush podría aparecer en una publicidad de Rolex. Incluso sus nombres resultan sonoros para el placer.  

Yo imagino a una mujer gritando en un motel el nombre de Jimmy Carter pero no imagino a ninguna excitada por lo sonoro que le resulte gemir el nombre de “Ollanta Humala”.  

Las esposas de nuestros presidentes saben que el atractivo físico de sus maridos no representa mayor amenaza para nadie, y que el tipo de amantes que podrían conseguir en el país, tampoco.

Si en Colombia un alto dignatario consigue como amante una mujer con los pergaminos y la belleza de la Broadwell, la Kelley o incluso la Lewinsky, el Congreso no debe exigirle la renuncia: debe condecorarlo.

Credito
RICARDO CADAVID

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