Mi amigo Gabo

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No tuve la fortuna de estrechar su mano, menos de acercarme a su hombro para posar frente a una cámara. Es más, creo que nunca coincidimos en la misma ciudad y jamás me importó, cuando viajaba a Barranquilla, buscar “La Cueva” para sentarme en las mismas sillas que lo había hecho él. En la casa de Carlos Orlando Pardo, cuando tuve la oportunidad de hablar con Germán Vargas, su compañero de tertulias, no le hice ninguna pregunta que tuviera que ver con ese personaje. Tampoco le insinué nada a William Ospina para que me contara sobre ese ser que se convirtió en un amigo especial, gracias a las historias que escribió.

Lo conocí una mañana de 1967, no recuerdo exactamente la fecha. Me lo presentó la bibliotecaria que atendía unos cuantos anaqueles llenos de libros viejos en el primer piso de la Gobernación y que ostentaba el exagerado titulo de Biblioteca Departamental. Yo era su acompañante rutinario, ella me fue entregando uno a uno los tomos que contenían la obra completa de Dostoievski, hasta que concluí su lectura después de varios meses de iniciar esta travesía. “Por ahí le tengo un libro muy bueno que me regalaron”, me dijo con cierto deje de ternura maternal. Fue entonces cuando me alargó el grueso texto de Editorial Suramérica, la de los octágonos azules, con figuras diminutas, de color rojo y negro.

Me gasté menos de tres días leyéndolo, aunque más que leer, se trató de un disfrute de cada página llena de humor, fantasía, manejo del lenguaje, pero también de un nostálgico contenido que se amalgamaba y de una trama enredada por la repetición de nombres que hacía a veces difícil el tránsito por entre párrafos. Lo importante no fue la comprensión inicial, sino el desborde de anécdotas, el tejido de dichos y refranes, el habla popular del costeño, la caracterización de ciertos personajes y una atmósfera recargada de un realismo sospechoso que me hacía reír de la misma manera que muchos años atrás lo había hecho un viejo hirsuto, y medio chiflado que se creía caballero andante.

No sé como hizo mi amiga la bibliotecaria, cuyo nombre no supe jamás, para proveerme de otros libros del mismo autor. Así me hallé en un velorio en medio del sopor del trópico y los monólogos que no entendía muy bien, pero me proporcionaban un entusiasmo y una alegría extraña. Después me extravié en las calles polvorientas de Macondo, asistí a un velorio descomunal, seguí las aventuras de un dictador octogenario y cuando me convertí en empleado, siempre fui uno de los primeros compradores de sus libros.

Esta es la verdadera y auténtica historia de mi amistad con Gabo.

Credito
LIBARDO VARGAS CELEMIN Profesor Titular UT

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