¿Un Camad es como una olla? I

Federico Cárdenas Jiménez

Un lector escribió a mi correo electrónico formulando una serie de preguntas relacionadas con los Centros de Atención Médica para Adictos a las Drogas (Camad), a propósito de la propuesta que el alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, hizo recientemente como alternativa para hacer frente a la problemática de las drogas en la capital (y en el país).

La primera y del millón: ¿un Camad es como una especie de olla? No. No es una olla. Una olla es un lugar en donde se compra y/o se consumen sustancias psicoactivas. Hay ollas en las que sólo se compra y hay otras en las que se compra y se consume, indistintamente de si son a puerta cerrada o al aire libre. Hay que decir también que más que lugares de compra y consumo, son territorios de negocio, por lo que el entorno de una olla siempre estará bajo un monopolio, generalmente de grupos de pandilla con poder de control territorial. Vistas de este modo, pensaría uno que las ollas son espacios aislados de los barrios, pero no es así, conviven con otros lugares residenciales y comerciales, y son de público conocimiento, así nadie diga nada.

La palabra olla la he visto escrita como “olla” y también como “hoya”. Alguna vez conversé sobre el tema con una bióloga, consumidora asidua de bazuco y que estaba ya en situación de calle. Ella conocía varias ollas y con ella me acerqué a una de tantas; sobre el particular, especulamos un poco: si fuera “hoya” haría referencia a un espacio grande en la tierra, como enterrado, cuya destinación sería para contener un cadáver. Analógicamente nos cuadraba la connotación que podía tener el sitio de consumo de sustancias psicoactivas con esta significación porque, justamente, el aspecto de un sitio como éste, de consumo, es tenebroso por decir lo menos. Es un sitio permeado por las sombras, por las escalas de grises, por los colores oscuros, por los aspectos sombríos.

Los rostros de quienes asisten a estos lugares son casi cadavéricos, sus miradas son como enterradas en medio de lo que les asoma de rostro, muchos sin dientes, sin aseo alguno y con una paranoia característica.

Pero si fuera “olla” -decíamos- también tendría una significación particular puesto que en las ollas se cuecen los alimentos y hay vapor, hay humo, y en un sitio como éstos, de consumo, hay mucho vapor, mucho humo, así es que -nos reíamos- simpáticamente también cuadraría.

Personalmente prefiero referirme a ellas como “ollas” porque me siento muy mal cuando evoco la primera significación, considerando que se trata de seres humanos. Sé que muchas de estas personas sufren por ser lo que son, porque tienen familias y una historia de vida que los define.

A las ollas va cualquier tipo de consumidor pero generalmente son sitios donde se consumen drogas comunes al grupo, por ejemplo bazuco, marihuana e inhalantes. La verdad no me ha tocado ver heroína pero sé que en Manizales circula en menor escala (es más fuerte en Pereira).

Sin embargo las ollas, aparte de ser lugares de consumo, expresan las ausencias de la sociedad y del sistema como tal. Una olla es una “estación” en el camino de las drogas. Quien llega allí se supone que viene de un proceso que bien podría llamarse de degradación, que el Estado conocía, que ha debido atender a tiempo y que no lo hizo o lo hizo mal. Pero no sólo esto, las ollas dejan entrever un tipo de mirada sobre el fenómeno de las drogas que evoluciona en la figura de los Camad o Centros de Atención Médica para Adictos a las Drogas y que constituye la parte más interesante de la actual polémica sobre esta iniciativa.

Continuaré con el tema en la siguiente entrega.

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