Escritores periféricos

Benhur Sánchez Suárez

La realización de la 29 Feria Internacional del Libro de Bogotá, que acaba de clausurarse en la capital, nos deja varias lecciones que no podemos dejar pasar por alto.

La primera tiene que ver con el cambio de paradigma que han dejado sentadas la utilización de las redes sociales y de la Internet en el desarrollo de la literatura, que es más una alerta que una equivocación en el ámbito cultural.

Son las redes una herramienta como lo fueran en su momento la aparición de la imprenta o la máquina de escribir eléctrica y luego el computador, a cuya utilización se oponen muchos escritores todavía, que no debemos ignorar.

Son de alguna manera remplazo de los suplementos y revistas literarios donde un conocedor daba la bendición para una publicación. En las redes hay absoluta libertad, se publica lo que a cada cual se le antoje. Su recepción y divulgación depende de los receptores, de su calidad lectora, de su formación cultural.

Al ser herramientas o ayudas no definen en sí mismas la calidad de su literatura. Su calidad, por el contrario, evidencia la precaria cultura del medio que demanda productos ligeros y de fácil asimilación, cuya estética es elemental porque lo que se ha formado desde hace unas décadas son ciudadanos reproductores y no pensantes, críticos con su realidad.

Otra lección es la exacerbación de la inequidad que se presenta entre editoriales y escritores y toda esa variada fauna que se mueve alrededor de la industria del libro. Una cosa es la suerte de los consentidos de los grandes monopolios editoriales y otra la de los que publican en pequeñas empresas, cuando no por su cuenta y riesgo.

Son los que yo llamaría la generación de los escritores periféricos, alejados de los centros de poder y que por más que publiquen son ignorados por esa muralla que les impide divulgar y dar a conocer su obra en igualdad de condiciones.

Se desnudan con ello la disputa infame de egos y principalías inventadas, las zancadillas entre escritores, la mendicidad de una mirada, la inicua compra de espacios para sobresalir, y la muerte de la dignidad pues ya no se trata del simple creador de mundos y de historias, sino de los mercachifles que avanzan a empellones en la búsqueda de un esquivo lector.

La principal lección es que el escritor debiera dedicarse sólo a escribir y recibir el pago por su profesión para que pueda tener una vida digna. El resto debe correr por cuenta de quienes diseñan, imprimen, distribuyen y divulgan.

Y que el escritor se forme en la autocensura y la honestidad, para que no lance al mundo sandeces como las que tachonan hoy por hoy el ciberespacio como un fenómeno nuevo de comunicación.

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