Ser madres hoy

No sé si las madres estén cambiando con la moda.

En mis tiempos no existía la bulimia, ni la anorexia,  ni otras enfermedades distinguidas que hoy llamamos “trastornos de la alimentación”, junto a males de la Nueva Era como los trastornos del sueño, los trastornos de ansiedad, los de la personalidad, los mentales, la erotomanía,  la adicción al Black Berry y la uritwitermanía. Nada de eso. Para curar la anorexia bastaba sentarse a la mesa y escuchar de mamá la famosa frase: “¿Cuántos niños en África estarían dichosos de comerse esa ahuyama y usted botando la comida?”. Si uno rechistaba, inmediatamente venía la frase tajante: “¡No me alce la voz que en esta casa mando yo y por mas grandecito que esté le volteo ese mascadero! Pero como una es la sirvienta de la casa, acá no se puede decir nada”. No sé qué tenía mi madre en contra la servidumbre o de los niños etíopes, condenándolos a añorar un plato de ahuyama, calabaza, poteca o rábanos con pepino y habichuelas; según ella, todo un manjar para el África Meridional.

No creo que se precise rastrear la celebración de las madres hasta el culto a Rhea en el templo de Cibeles o en las celebraciones romanas de las Hilarias. Creo exagerado afirmar que el culto a la Madre Tierra era un homenaje anticipado a las madres. Incluso dudo mucho que la celebración de la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre en honor a la madre de Jesús sea un antecedente de estas celebraciones de mayo, aunque si me imagino a María toda mamá regañando al muchacho: “Claro, en la calle todo risitas, toda celebración con sus amigotes, toda multiplicación de panes y de vinos, pero aquí en la casa nanay cucas, su papá quebrado con esta carpintería que ya no da ni para fabricar cruces y usted ni un pancito, ni un milagrito; ¿es que no escuchó que la caridad empieza por casa? Pero como se la pasa con sus amigotes; mijo no se le olvide que usted fue primero hijo que Mesías, pero no hay poder humano que lo convenza de no andar metiéndose con los fariseos, el día que lo crucifiquen se va a acordar de mí, yo le advertí, pero como una está pintada en la pared, como a una no le hacen caso”. Si fue mamá, tuvo que haber echado cantaleta.

Tal vez mucho haya cambiado en apariencia, pero sacrificio infinito de las madres es antiquísimo. En Génesis 21:16, la sierva Agar, que es exiliada en el desierto con su hijo Ismael, cuando se acaba el agua del odre  y están sedientos, pone a su hijo bajo un arbusto, e incapaz de soportar el sufrimiento, “se sentó en frente, a distancia de un tiro de arco; porque decía: No veré cuando el muchacho muera”. La madre de Moisés prefirió poner al niño en una arquilla de juncos y llevarlo hasta el río antes que verlo muerto por las órdenes del faraón. Y qué decir de la madre en tiempos de la sabiduría salomónica,  que prefiere entregar al hijo en pleito antes que verlo partido en dos; o de María a los pies de la cruz sin que sepamos dónde estaba José, y de todas estas, la que más me conmueve es Ripza, en el segundo libro de Samuel, 21:10, cuando sus hijos son ahorcados y abandonados sobre una peña para calmar la maldición de los gabaonitas, durante meses: “Tomó una tela de cilicio, y la tendió sobre una roca, desde el principio de la siega hasta que llovió sobre ellos agua del cielo; y no dejó que ninguna ave del cielo se posase sobre ellos de día, ni fieras del campo de noche”.

Cuándo el amor de las madres por sus hijos no sea el mismo, y su capacidad de sacrificarse por el fruto de sus entrañas se pierda, entonces será el Apocalipsis, el lloro y el crujir de dientes, pues ya no habrá nada que agrade a ningún Dios.

Credito
RICARDO CADAVID

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