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Pero en Colombia, nada ni nadie tiene mesura ni respeto por proporción alguna, quizás porque la naturaleza misma que nos rodea es desproporcionada en exuberancia, generosidad, belleza y variedad, hasta hacer de nuestra tierra el reino de la divina desproporción.
Por eso cuando un avión de guerra, comprado para defender nuestra soberanía y libertad de otras naciones, ataca una docena de miembros de una organización al margen de la ley, la discusión que enciende al país es sobre el derecho del Ejército a usar sus caros juguetes y la suerte del menor que estaba debajo de la bomba, y no de algo tan fundamental como es la proporción o desproporción del hecho.
De proporción hablan las constituciones y las leyes del mundo entero, incluso las que intentan regular la guerra o proteger los derechos humanos. Normas, convenciones e instituciones supranacionales, hablan de legalidad y necesidad en el uso de la fuerza, pero sobre todo hablan de proporción, de la proporcionalidad, o sea, de la relación armoniosa entre el riesgo que representa y las diferentes alternativas para hacer uso de una fuerza letal. Entonces es necesario detenernos a pensar, en qué momento de la cadena de mando de unas fuerzas militares que se comen más del 13% del presupuesto de la nación, que cuentan con casi medio millón de hombres, centenares de helicópteros y de vehículos de guerra, costosísimos sistemas de inteligencia y comunicaciones; se les ocurre atacar a una docena de personas con un cazabombardero como si esa fuera la única opción.
En el país de la divina desproporción, donde la quinta parte del país ha sido víctima de la violencia, los mafiosos dictan leyes, pocas personas son dueñas de la riqueza, exterminan un partido político, los secuestrados se pudren en las selvas, las obras públicas se pagan tres veces y nadie da razón de más de 80 mil desaparecidos; la fuerza pública, cuestionada y acusada hoy por miles y miles de crímenes, hace gala de su desproporcionada violencia, atacando barbarie con más barbarie.
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