Primer diálogo con la vida

Somos siete mil millones de habitantes, dato Naciones Unidas. Suelo preguntarles a algunos de esos prójimos cómo fue su primer contacto con la vida. También busco respuestas en viejas revistas.

Uno vive cómodo en ese cambuche de cinco estrellas llamado “hotel mama” y de pronto, pum, descubre que está aquí.

Durante los primeros años vivimos en una especie de deliciosa patria boba infantil en la que no sabemos de donde somos vecinos. Pero el reloj biológico nos regala segundos que uno tras otro van haciendo la vida, hasta que, de pronto, nos damos cuenta de que hacemos parte del mundo. Ejemplos.


El hermano cuyabro Andrés Hurtado, educador, cazador de arco iris, periodista, fotógrafo, empezó a tutearse con la vida “a los tres años y pico cuando me fui de casa buscando el nacimiento de un río. Me encontraron casi muerto de hambre y de frío. Y sin saber cómo nacen los ríos”.


El poeta Juan Manuel Roca miente en prosa y en verso. Cuenta sobre ese primer deslumbramiento: “Estaba hibernando. Alguien interrumpió mi sueño. Lo que se volvió una pésima y reiterada costumbre a lo largo de mi vida”.


“Mi primer recuerdo en este mundo es un bombardeo que mis padres disimularon diciéndome que estaban clavando caramelos en las paredes. Yo no había cumplido cuatro años. En mi memoria también han quedado grabadas las enseñanzas de mis mayores, liberales y republicanos, en cuanto a que nada justifica una guerra, entre otros argumentos y tal vez el más valioso, el de que la mayor víctima, si no la única, es el pueblo inocente (Doña Ana María Busquets de Cano).


Francisco Maturana, odontólogo anónimo sin muchas cirugías dentales en su hoja de vida, filósofo del fútbol, evocó el primer contacto con su entorno: “Mi mamá y su preocupación por darme todo”.


El opita Darío Silva Silva, pastor de la Iglesia Casa sobre la Roca, turbayista ayer, teólogo hoy, fue breve como un haikú: “Mi abuelo a caballo”. Y se fue a salvar almas.


Humberto de la Calle Lombana, exhombre fuerte de Manzanares, exvicepresidente, exembajador, exnadaísta vergonzante, etcétera, etcétera: “Tengo un recuerdo brumoso de una breve época en que la familia vivió en Pereira, después de la salida forzada de Manzanares. Mi padre fue nombrado como delegado de la Licorera de Caldas. Vivíamos en la fábrica de Licores (que llamaba la fácara de manera balbuciente). Como era una edificación inmensa, digamos que mi primer recuerdo se centra en la infinitud de los espacios, el misterio del laberinto y la pasión por las máquinas, porque mi hermano mayor andaba todo el día en un triciclo desvencijado”.


Bernardino Hoyos, periodista cultural, paisano de Barba Jacob y de Darío Jaramillo Agudelo, director de la Emisora de la Tadeo, se remite a su infancia en Santa Rosa de Osos, Antioquia: ”Un temblor de tierra hacia las once de la noche. Todo el mundo salió de la casa. ¡Volvieron por mí cuando había pasado el temblor!”.


Pilar Bonnett, poetisa, novelista, maestra: “Buceo en mi conciencia, buscando mi recuerdo más antiguo y sé, a mis tres años, que he tenido un hermano, que hay una vitrola que suena, que mi madre dice ‘hace calor’, que me envía a tomar aire afuera, en brazos de la dentrodera”.


Pido permiso para ponerme al lado de tan ilustres constituyentes primarios para echar mi cuento. Abro los ojos en la huerta de mi casa en una acuarela llamada Versalles, un pueblito en sánduche entre Minas y Santa Bárbara, y me encuentro con un estupefacto espantapájaros, triste por el oficio que le impusieron.


En reciprocidad, desde hace años un espantapájaros de paja, comprado en el mercado de las pulgas, me hace dulce compañía, en competencia con el ángel de la guarda que me tocó en reparto. ¡Pobre ángel!


óscardominguezg@etb.net.co

Credito
ÓSCAR DOMÍNGUEZ G.

Comentarios