La protesta universitaria

Eduardo Durán

El debate y la protesta al interior de las universidades públicas constituyen instrumentos legítimos que deben estar encaminados a enriquecer los temas y a generar actividades constructivas para la buena marcha académica y también para la debida y eficiente administración de esos entes educativos.

Pero lo que sí es ilegítimo, y termina rayando en el delito, son los instrumentos que a menudo se utilizan, en donde es claro que se dejan mezclar otros intereses, completamente ajenos al estamento educativo, para provocar toda clase de desconciertos, a costa de la buena marcha académica y de los bienes indispensables para alcanzar los objetivos institucionales.

Es común observar dentro de esas protestas instrumentos que más bien parecen acciones terroristas, protagonizadas por personas encapuchadas, que al final ni siquiera es comprobable que pertenezcan al estamento universitario, en donde se acude a la colocación de petardos, al vandalismo, al saqueo y a la destrucción de instalaciones, todo en una acción dolosa, torpe e inadmisible, muchas veces irreparable para la institución educativa.

Lo ocurrido en la Universidad Nacional el miércoles último, constituye un claro ejemplo de ese exagerado y cruel panorama, en donde se acude a la acción delictiva para pretender disfrazarla como protesta.

Las dramáticas escenas de la televisión y de la prensa, nos presentan el lamentable balance en donde se hicieron detonar 400 bombas caseras y se detectaron 780 más, que dejan un balance de destrucción y de horror pocas veces visto, y que coloca la integridad de la sede educativa en un estado de lamentable destrucción, cuyo efecto inmediato es la suspensión de la actividad académica.

Y dentro de ese escenario de vandalismo, vale destacar la valerosa intervención de un grupo de estudiantes que se enfrentó a los encapuchados y les exigió respeto a la institución educativa, así como a las personas pertenecientes a la universidad.

Este estado de cosas no se puede seguir permitiendo, porque coloca a la universidad pública en un estado de vulnerabilidad lamentable, en donde se pretende institucionalizar como escenario de violencia y destrucción, que no es otra cosa que lo que encarna la incivilización, constituyendo el más lamentable contrasentido y el más repudiable despropósito.

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