El Vice

Dijo Will Rogers que el mejor trabajo del mundo es ser Vicepresidente: todo lo que tiene que hacer es preguntar cada mañana por la salud del Presidente.

Esta humorada refleja bien la contradicción insoluble del cargo: se necesita que alguien muy cercano al Presidente lo sustituya en caso de muerte o de renuncia, pero ese alguien tiene un obvio interés en que se caiga el presidente. Por eso, decía Velasco Ibar­ra que un vicepresidente es un conspirador a ­sueldo.

A esa contradicción irremediable se le suman otras dos más contingentes. Primera: el vice tiene que ser tan capaz y popular como su jefe, pero igual ha de ser un personaje oscuro o anodino para que no le haga sombra. Segunda: el vice debe ser muy parecido al Presidente para poder reemplazarlo, pero debe ser distinto o aún opuesto para que le añada votos.     

Estas señoras razones explican por qué la historia de la Vicepresidencia es una larga historia de fracasos. Santander, el vice de Bolívar, peleó tanto con él, que en 1828 éste asumió la dictadura y cambió la Constitución para acabar la Vicepresidencia. En 1853, el vice Mallarino dio un golpe contra su jefe Obando, y por eso en 1858 la institución fue de nuevo abolida. La revivió Núñez en 1886, pero uno de sus reemplazos como presidente, Eliseo Payán, fue destituido por anti-nuñista. Años después, en 1900, el vice Marroquín derrocó a Sanclemente, y en 1905, después de destituir a su vice González Valencia, el general Reyes volvió a eliminar esta figura.

Pasarían pues 86 años, hasta 1991, para que la Asamblea Constituyente se reinventara la Vicepresidencia. El argumento principal esta vez fue de alto vuelo político: los constituyentes, como se sabe, tenían la obsesión de acabar con el bipartidismo; para eso adoptaron la doble vuelta en la elección presidencial lo cual, al exigir la mayoría absoluta para el triunfo, abría el espacio a las coaliciones y, por ende, a los terceros partidos; y el vicepresidente vendría a ser el “premio seco” para lograr esa coalición.

La teoría no funcionó del todo, pero sí tuvo algunos ramalazos. Samper, por temor a Pastrana, escogió a su rival Humberto de la Calle, quien casi o casi conspiró contra él y acabó renunciando. Pastrana aprendió la lección, y, aunque buscaba un liberal costeño, seleccionó sin duda al más caballeroso. Uribe, montañero y guerrero, escogió a un señorito bogotano para que lo acercara al “establecimiento”. Y Santos, asustado como estaba con Antanas, escogió… a Argelino.       

Fue un acto calculado cuando no oportunista, y muy en el carácter del señor candidato. Angelino le sumaba pueblo, le sumaba sindicatos, le sumaba izquierda, le sumaba paz, le sumaba ONGs y le sumaba algo del Valle del Cauca. Pero al irse con Santos, Angelino arriesgaba todo su capital político, porque estos sectores podrían (y pudieron) sentirse traicionados por el flamante candidato a vicepresidente.

La apuesta de Angelino era y es evidente: utilizar el cargo para reasegurar su capital político, para atraer a esos sectores y servirles de voz en el Gobierno. Pero es, de veras, como mosco en leche, porque este es un gobierno de señoritos bogotanos -incluidos los ministerios “sociales”.

Por todo lo anterior, Angelino disuena. No puede hacer sino declaraciones, y necesita hacerlas para seguir contando en la política. No puede callarse.

Santos tendría que resignarse a su propio invento. Pero le queda la opción de dejar a Angelino sin funciones y esperar a que a la vuelta de unos meses los periodistas dejen de parar bolas a un “loquito” que además dejó su capital político en el aire.

Viene otra mano de póker. Y no es fácil que la gane Colombia.                        

Credito
HERNANDO GÓMEZ BUENDÍA

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