Las tres inseguridades

Tenemos una guerra contra los civiles: los muertos son víctimas más de la guerra sucia que de la limpia. Y es aquí donde cobra sentido el otro hallazgo: los paramilitares son el más letal de los grupos criminales.

Colombia está de moda. Por el boom energético, el trato generoso a la inversión y por recuperar la seguridad. El optimismo tiene sustento: en ocho años, la tasa de homicidios cayó 40 por ciento y ya no somos el país más violento; la guerrilla está estratégicamente derrotada.

Y, sin embargo, tenemos pobreza, desigualdad y desorganización social suficientes para la propensión al delito. Tenemos cultura “del atajo” y un Estado débil, cuando no ausente de extensas regiones, escenario de conflicto y narcotráfico.

Receta para el desastre. Con razón el Gobierno se ufana de tener apenas ocho veces más homicidios que el promedio mundial. La explicación oficial es sencilla: Seguridad Democrática (SD) contra las FARC, mano dura contra el narco y seguridad ciudadana en Bogotá y Medellín.

Mejoró la capacidad para sancionar a los delincuentes. Pero poco cambió el otro lado de la ecuación: las causas “sociales” del delito. Para empezar, no es cierto que el conflicto cause la mayoría de los homicidios: las muertes en combate o imputables a los actores son apenas 15 por ciento. Las FARC son una amenaza, responsables de actos atroces y causantes de la contra-violencia. Pero apenas autoras de uno de cada 20 asesinatos.

Tenemos una guerra contra los civiles: los muertos son víctimas más de la guerra sucia que de la limpia. Y es aquí donde cobra sentido el otro hallazgo: los paramilitares son el más letal de los grupos criminales.

También aquí se dio el aporte quizá más decisivo de la SD a la disminución de los homicidios: la desmovilización de los paras. Discutible, pero 30 mil 151 jóvenes y 17 mil armas sustraídas de esta guerra sucia ahorraron miles de vidas. La OEA concluyó que las masacres se redujeron a una cuarta parte entre 2003 y 2006.

El otro aporte de la SD es el aumento del gasto militar (el 6.5 por ciento del PIB) y un alza del 37 por ciento en efectivos de la FF.AA. Esto tiene su lado controvertible porque la seguridad ciudadana no es cuestión de militares, pero el Estado recuperó control territorial y hoy hay policía en los mil 200 municipios.

La segunda estrategia -mano dura contra el narco- es positiva: el área sembrada de coca bajó 60 por ciento, los decomisos se hicieron más frecuentes, los grandes capos están extraditados y las guerras entre carteles son menos ostentosas. Los narcos están matando menos porque el Estado no prosiguió su guerra contra ellos y prefieren no hacer guerras porque dañan los negocios.

Esta fue la razón para que Colombia no siguiera en su guerra: los capos ahora son de México. Hoy por hoy los colombianos son simples proveedores. Este cambio significa que en vez de mafias grandes que se matan entre sí y que son capaces de hacer frente al Estado, ahora tengamos muchos procesadores de cocaína. Ahora se compite con calidad y precios.

Sobre el ingrediente de la seguridad “ciudadana”: la violencia que vivió Medellín, su “milagro” reciente y los altibajos de hoy, tienen que ver con las sagas del narco. En Bogotá también se sienten los coletazos, pero es una metrópoli donde cuenta más la gestión local y donde la cultura ciudadana, la buena policía y la gerencia inteligente dieron resultados.

En comparación con los años más sangrientos, hay progresos indiscutibles, pero no hay que cantar victoria. Somos un país violento, porque las raíces sociales de la delincuencia están inalteradas y porque los pilares del éxito reciente tienen sus limitaciones: quedan guerrillas y bacrim, conflictos por tierras y bonanzas; quedan narcos transmutados en barones regionales; y queda el riesgo de malos alcaldes.

Credito
HERNANDO GÓMEZ BUENDÍA

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