El Sínodo de la sinodalidad

Santiago Martin

Fundador Franciscanos de María

El Sínodo de los obispos sobre los jóvenes ha terminado y, salvo algunas expresiones folclóricas como la de ver a los obispos bailando, no ha causado ni mucho menos el revuelo que se auguraba. Hay quien dice que ha sido el propio Papa el que ha frenado a la mayoría liberal-progresista, como hizo San Pablo VI en el Concilio Vaticano II. Otros opinan que fue el miedo a que no se alcanzaran los dos tercios de los votos en las propuestas con mayor calado, lo que llevó a la moderación. Sea cual sea la causa, en el documento sinodal no hay nada que suponga una ruptura con el Magisterio precedente, aunque sí hay frases ambiguas que en su aplicación pueden dar lugar a ello. Una vez más, por lo tanto, todo dependerá del criterio hermenéutico que se utilice: de continuidad o de ruptura.

Con respecto a la mujer, por ejemplo, se pide que ocupen cargos de responsabilidad y que participen “en los procesos decisionales eclesiales con respecto al papel del ministerio ordenado”. Conozco teólogas que son mucho más fieles a la Palabra y a la Tradición que teólogos muy conocidos, por lo cual todo dependerá de a quién se elija.

Con respecto a la sexualidad, y referido a los jóvenes, es verdad que se dice que “frecuentemente la moral sexual es causa de incomprensión y alejamiento de la Iglesia, en cuanto que es percibida como un espacio de juicio y de condena”, pero no se dice que esa moral tenga que ser cambiada, lo que puede interpretarse como que tiene que ser mejor explicada. En esa misma línea está la cuestión del trato a los homosexuales; el documento recomienda “favorecer caminos de acompañamiento en la fe a las personas homosexuales”, a fin de que, ellos y los heterosexuales, “caminen hacia el don de sí”.

Quizá la cuestión más extraña, porque no parecía tener nada que ver con los jóvenes sino con la estructura de la Iglesia, es la de la llamada “sinodalidad”. Aquí especialmente la ambigüedad aumenta. Si se entiende como una mayor escucha a todas las vocaciones de la Iglesia a la hora de tomar decisiones (laicos, sacerdotes, religiosas), no hay nada que objetar. Si, en cambio, significa avanzar hacia una Iglesia entendida como un parlamento, donde se aprueban leyes en función de los votos, se irá inevitablemente hacia la ruptura de la unidad.

En sí, el documento no dice nada que no pueda ser aceptado, pues recomienda a las Conferencias Episcopales que se “introduzcan procesos de discernimiento comunitario que incluyan también a los que no son obispos en las deliberaciones, como ha hecho este Sínodo”. Al poner al Sínodo como referente, se está diciendo que inviten a laicos o a expertos, como se ha hecho ahora con la presencia de 37 jóvenes.

Merece la pena insistir en que este documento final, moderado y sólo suavemente ambiguo, ha sido elaborado por una asamblea con una clara mayoría liberal-progresista. Un ejemplo de ello es que en las votaciones para el consejo que preparará el próximo Sínodo ha sido sustituido monseñor Chaput, valiente defensor de la fidelidad a la doctrina de la Iglesia, por el cardenal Tobin, mucho más liberal y salpicado por acusaciones de connivencia con el ex cardenal McCarrick, hasta el punto de que no acudió al Sínodo a pesar de haber sido nombrado para ello por el Papa. Si con esos miembros hemos tenido estos resultados, la cosa no ha ido mal del todo. Ahora todo depende, una vez más, de si lo aprobado se aplica en continuidad con la Tradición o en ruptura con ella.

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