Héroes anónimos

Santiago Martin

Si el Premio Nobel de la Paz fuera lo que fue cuando se lo dieron a Albert Schweitzer, a Martin Luther King, a Sajarov o a la Madre Teresa, estoy seguro de a quien le correspondería en su próxima edición. Los beneficiados -que, además, donarían todo el dinero que ganaran-, serían los obispos católicos de Venezuela y de las diócesis limítrofes con ese país.

Los obispos venezolanos son de lo mejor que hay en la Iglesia hoy en día y lo mismo puedo decir de muchos de sus sacerdotes, que aguantan al pie del cañón en situaciones no sólo heroicas sino a mundo imposibles. Pero junto a ellos están los obispos hermanos de Colombia y Brasil. Aunque el esfuerzo es colectivo, quien se está llevando la carga más dura son los que están dentro y el arzobispo de Cúcuta, la principal ciudad colombiana de la frontera. Monseñor Víctor Ochoa, al que conozco bien, está desarrollando una labor titánica. En lo que llevamos de 2019 han entrado ya en Colombia, la mayoría por Cúcuta, 300.000 venezolanos, que se suman a los más de tres millones que ya estaban en el país.

Sólo uno de los centros de atención al emigrante de la Archidiócesis de Cúcuta, la Casa Divina Providencia, lleva repartidos 1.400.000 almuerzos calientes y 800.000 desayunos. En su conjunto, los centros diocesanos reparten más de 60.000 comidas diarias. Se han atendido a más de 100.000 personas gratuitamente en los centros médicos de la zona. Y, por supuesto, se les ofrece también ayuda espiritual, pues la espantosa situación que sufren les hace tambalear su creencia en el amor misericordioso de Dios.

¿Y los demás, qué hacemos? Es cierto que, por fin, la ONU ha publicado un informe en el que se reconoce la gravedad de lo que esta pasando en Venezuela. Es verdad que, por fin, las presiones internacionales han logrado que se sienten a la mesa de negociación, en serio, el chavismo y la oposición y que se vislumbra un rayo de esperanza para unas elecciones libres y el exilio del tirano. Pero para eso Trump, el odiado Trump, ha tenido que ponerse firme y amenazar con una intervención armada. Aún así, aunque estos pasos van en la buena dirección, la inmensa mayoría pasa del conflicto venezolano, ahora ya sin poder excusarse en que no hay noticias fidedignas de lo que allí sucede.

Incluso, cuando se habla de los emigrantes y se piensa en los miles que están en Libia con la esperanza de llegar a Europa en barco, o de los otros que desean cruzar el Río Bravo para entrar en Estados Unidos, nadie parece reparar en que son muchísimos más -la ONU ha reconocido ya cuatro millones y seguramente son más de seis- los que se han visto forzados a huir de su país, de Venezuela.

¿Por qué los prófugos venezolanos no importan? Sólo hay un motivo y éste es bien claro: porque son víctimas de una dictadura comunista. El control de la izquierda sobre los medios de comunicación hace que se ponga sordina sobre esa tragedia, no porque esté a favor de Maduro, sino por si le salpica, debido a la proximidad ideológica.

Todo el tiempo gritan que el capitalismo es malo, y efectivamente el capitalismo salvaje es muy malo, pero la realidad es que la gente muere y a veces hasta mata por huir de los paraísos socialistas y entrar en los malvados mundos capitalistas. Eso es lo que no se quiere contar y por eso no se ha encontrado todavía una solución para Venezuela. Si el tirano hubiera sido de derechas, un Stroessner o un Pinochet -que ni de lejos hicieron eso con su pueblo-, hace tiempo que se habría fraguado ya una intervención militar multinacional, auspiciada por la ONU, que habría puesto fin a la carnicería. Pero, como siempre, son comunistas y tienen bula para casi todo.

Y mientras tanto, esos héroes anónimos de dentro y fuera del país, esos obispos y sacerdotes, religiosas y laicos, siguen dando de comer a cientos de miles cada día, con muy poca ayuda humana, pero con toda la divina, que es la que les da fuerzas para no rendirse ellos y para sostener a los que ya se han rendido o están a punto de hacerlo.

Fundador Franciscanos de María

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