La corrupción como sistema de dominación

Francisco José Mejía

Octavio Paz, estudiando el fenómeno de la corrupción mexicana, encontró que este se remonta a Mariana de Austria, quien como regente de la corona española, en un momento de apuro del erario consultó a los teólogos si era lícito vender al mejor postor los virreinatos del nuevo mundo. Estos no encontraron en la ley divina o en la humana nada que se opusiera a este recurso, y desde ese momento, según Paz, se formó una cultura patrimonialista, moralmente aceptada o relativizada, en la cual los límites entre las esferas públicas y privadas se hacen muy difusos.

Este vestigio Colonial ha resurgido con mucha fuerza en América Latina en las últimas décadas, constituyéndose en un ancla para el desarrollo y la modernidad. La mayoría de los estudios se enfocan en medir el impacto económico de la corrupción, que oscila entre el cinco y el 10% del PIB según los métodos que se utilicen, lo cual es una barbaridad. Pero nadie analiza el fenómeno desde su otro ángulo, que puede ser más dañino: la corrupción como sistema de dominación y amenaza para la democracia. La corrupción es un círculo vicioso que se autorrefuerza; el dinero que se obtiene se destina a las campañas políticas para elegir corruptos que sigan robando, lo cual hace que se erijan enormes barreras de entrada a la política porque se vuelve muy difícil hacer campañas con dinero bien habido.

De tal suerte que los corruptos se quedan solos en la política y a la gente le toca salir aperezada a votar por el menos malo o por el que “roba pero al menos hace algo”. Pero un sistema dominado por corruptos es frágil por carecer de legitimidad y se puede caer, no necesariamente para mejorar, sino para precipitarse en un abismo más profundo donde se agudiza la corrupción, pero, además, se pierden las libertades como ocurrió en Venezuela. A Hugo Chávez no lo subieron al poder sus ideas comunistas, ni un grupo armado: lo encumbró una mafia de corruptos que desacreditaron el sistema político venezolano y pusieron al electorado a sus pies.

Las generaciones de tolimenses que vivimos el drama de los Juegos Nacionales llevaremos para siempre una herida en el pecho a manera de estigma. Tal vez tuvo que llegar la voracidad de los corruptos a esos niveles de paroxismo para que tomáramos conciencia. Ya se habían robado el Banco de los Tolimenses y el hospital Federico Lleras, entre otros, y no había pasado nada; la impunidad sirvió de acicate para que los bandidos de cuello blanco actuaran con el desenfreno que lo hicieron en los Juegos. Ahora corresponde a las autoridades quitar el manto de impunidad a la corrupción y al electorado tolimense propiciar la renovación, sancionando en las urnas a quienes han sido parte de esta tragedia de las últimas décadas o a sus nuevos representantes.

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